Artículo publicado originalmente en la serie Diálogos de Ciklus Ensemble.
Reflexiones desde la España dañada
“¿He venido a instruirme, a buscar mi encantamiento, o bien a cumplir un deber y satisfacer las conveniencias?”, se preguntaba
Paul Valéry, en su breve pero intenso ensayo El Problema de los Museos[1], sobre la función del espectador. Valéry reflexionaba sobre una de las cuestiones que seguramente todo gestor cultural se ha visto obligado a responder, y que no es otra
que intentar dar respuesta a la función que debe cumplir un programador musical o cultural y su programación.
Siempre ha sido difícil diseñar una programación audaz, cercana a los movimientos artísticos y sus novedades, y que a su vez responda al interés del público, solo hay que leer las reflexiones al respecto de Paul Sacher, William Glock, Pierre Boulez, James Levine, Gerard Mortier... Pero creo que actualmente lo es todavía más, dado que gracias a internet tenemos acceso a una ingente cantidad de información sobre repertorio, así como la posibilidad de conocer las nuevas creaciones de compositores/as de todo el mundo casi en el momento en el que colocan la barra de compás final. Obviamente esto es algo enormemente positivo, pero no es menos cierto que supone el grandísimo reto de saber gestionar bien toda esa información para crear una programación actual, viva, que sea susceptible de seguir interpelándonos.
Cómo y a quién programar es a día de hoy uno de los retos más grandes que tenemos los programadores o directores artísticos, y especialmente en la música clásica contemporánea en nuestro país. España arrastra muchos años de aislamiento cultural, y eso se hace patente no solo en las preferencias del público, sino también, y especialmente, en la reticencia de muchos programadores de festivales e instituciones musicales en normalizar la inclusión de repertorio contemporáneo en los conciertos.
Si analizamos brevemente cuándo tuvo lugar el estreno de ciertas obras de gran relevancia a partir de la segunda mitad del siglo XX en España, podremos darnos cuenta del retraso con el que han llegado a nuestro país grandes creaciones, movimientos artísticos, y por tanto, las consecuencias que dichas novedades conllevan. Por ejemplo, Gruppen (1958) de Stockhausen tardó 40 años en estrenarse en España, Metastaseis (1955) de Xenakis se estrenó en nuestro país 60 años después de su estreno mundial, 53 años han tenido que pasar para poder escuchar y ver la versión escénica de Die Soldaten (1965) de Zimmermann, o Neither (1977) de Feldman con libreto de Beckett, tardó 31 años en escucharse en España. Si analizamos obras de menor envergadura instrumental o escénica, y ya más alejadas temporalmente de los coletazos de la Guerra Civil y de la dictadura, comprobaremos que las distancias entre su estreno mundial y el estreno en España no son tan grandes, pero aun así sigue habiendo una gran distancia temporal, como es el caso de Professor bad trip. Lessons 1, 2 and 3 (1998-2000) de Romitelli, estrenada en España 10 años después de su estreno, o in van (2000) de Georg F. Haas 16 años después de su estreno en Colonia.
Y no olvidemos obras que todavía ni se han estrenado en España, como por ejemplo la versión completa de The Cave (1993), la obra multimedia de Steve Reich y la videoartista Beryl Korot, o L’Amour de Loin (2000) de Kaija Saariaho, por citar algunas obras.
No solo ha ocurrido en la música, también en la literatura o en el teatro. Por ejemplo, Ulises (1922) de James Joyce no fue publicada en España hasta 1976 por la editorial Lumen (Barcelona), es decir, 54 años después de su primera publicación en Francia. Esperando a Godot (1948) de Samuel Beckett, se representó en España pasados 25 años de su estreno en París en 1953. O la obra del poeta, novelista y dramaturgo noruego Jon Fosse (1959), uno de los grandes escritores contemporáneos, no solo no se representa en España, sino que la presencia de su obra traducida es casi inexistente.
Estos datos nos deben hacer reflexionar sobre el reto que supone la programación musical –y cultural en España, pero seamos sinceros, reducir el problema a un juego de números y fechas sería eludir la verdadera cuestión. Lo verdaderamente problemático no es únicamente que una obra haya tardado 50 años en estrenarse en nuestro país, la esencia de la cuestión reside en que al pasar tanto tiempo desde la creación hasta el estreno en España, la obra queda descontextualizada para el oyente que la escucha 50 o 60 años después. Se diluye la intensidad del impulso que tienen las grandes obras de arte interpelando, consciente o inconscientemente por su autor/a, al momento histórico en el que son creadas y, como consecuencia directa, el lector, oyente o espectador que consume esa obra 50 años más tarde, queda privado de ser partícipe de esa relación de tensiones que las grandes obras de arte mantienen con el contexto social, político y cultural en que son creadas. En su célebre ensayo Tradition and the Individual Talent (1919), T.S. Eliot analizó brillantemente esta cuestión:
Ningún poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede valorar por sí solo; se le debe ubicar, con fines de contraste y comparación, entre los muertos. Es decir, es éste un principio de crítica no meramente histórico, sino estético. [...] Lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte, les ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes conforman un orden ideal entre sí, que se modifica por la introducción de la nueva obra de arte (verdaderamente nueva) entre ellos. [...] De esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo.[2]
Pese a ello, quizás es más dramático observar cómo esas obras se han representado una vez, y no se han vuelto a tocar nunca más, es decir, no se han introducido de manera natural en el repertorio y por tanto, no se ha creado una relación sólida entre el público y la música contemporánea (o moderna), relación que se debe afrontar por dos ejes: desde el conocimiento y desde la costumbre de su escucha. Esas obras y ese juego de tensiones al que antes me refería son las herramientas que definen una cultura. Es el arte, junto con la ciencia, el que va erosionando poco a poco nuestra cultura, bien desde el acuerdo o desde la incomprensión, ya que como apuntaba Boulez, en una de las pocas conversaciones que se han publicado entre Foucault y él[3]:
Una cultura se forja, se continúa y se transmite en una aventura de doble rostro: a veces la brutalidad, el rechazo, el tumulto; otras veces la meditación, la no violencia, el silencio.
Existe claramente una reticencia y en algunos casos, hasta me atrevería a decir, una hostilidad manifiesta ante el hecho de que en determinados ciclos, o temporadas sinfónicas o de cámara, la música contemporánea tenga la importancia y el peso que debe.
La creación contemporánea orquestal en España está supeditada al subvencionalismo y a la relación regional entre el creador y la institución orquestal de su zona geográfica. Durante estos últimos años no se ha desarrollado una relación más intensa y libre entre los y las creadoras actuales (de España o del extranjero), y los conjuntos sinfónicos de nuestro país. Una relación en donde las necesidades artísticas y programáticas de la orquesta y los intereses del creador, se conjuguen en la creación conjunta de repertorio sinfónico contemporáneo. Un ejemplo muy evidente de esta falta de relación se observa en que de las 27 orquestas sinfónicas profesionales españolas, muy pocas de ellas tienen un puesto de compositor/a residente o similar, como por otro lado, un número ínfimo cuenta con una plaza de director/a asistente.
Dicho esto, no sería justo pasar por alto ciertos aspectos clave de la aparición de las orquestas en nuestro país. En España no tenemos una gran tradición de conjuntos orquestales: la primera orquesta en fundarse independientemente de un teatro de ópera -la orquesta del Gran Teatro del Liceo de Barcelona fue fundada en 1847, fue la Sociedad de Conciertos de Madrid en 1866, seguida de la Orquesta Sinfónica de Navarra fundada en 1879 por Pablo Sarasate, Orquesta Sinfónica de Madrid (1903), formada por músicos provenientes de la disuelta Sociedad de Conciertos de Madrid. Durante el resto del siglo XX se fueron fundando esporádicamente diversas orquestas, como la Orquesta Sinfónica de Bilbao (1922), Orquesta Bética (1924), Orquesta de Cámara de Canarias (1935), Orquesta Nacional de España (1937), Orquesta Sinfónica Provincial de Asturias (1939), Orquesta Municipal de Barcelona (1944) -a partir de 1994 pasa a denominarse Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Es a partir de los años 80 cuando en España se empiezan a crear, por iniciativa de ayuntamientos y diputaciones, un gran número de orquestas profesionales: Orquesta Sinfónica de Euskadi (1982), Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (1984 el coro, 1987 la orquesta), Orquestra Simfònica Illes Balears (1988), Orquesta Ciudad de Granada (1990), Orquesta Filarmónica de Málaga (1991), Orquesta Sinfónica de Castilla y León (1991), Orquesta de Córdoba (1992), Orquesta Sinfónica de Galicia (1992) y Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia (1996), por citar algunas.
En los últimos años, a la juventud de algunas agrupaciones se les ha sumado a muchas de ellas las dificultades económicas, viéndose forzadas a desarrollar una programación sinfónica anual con unos medios muy limitados en algunos casos. Pese a ello, es verdad que si existe una voluntad clara y firme con respecto a la normalización de la música contemporánea en la programación de repertorio sinfónico español, se pueden encontrar muchas soluciones.
Al intentar resolver esta ecuación seguramente nos encontraremos con la influencia que ejercen las grandes agencias de artistas (en nuestro país y en el extranjero) y su capacidad para alinearse con las preferencias y tendencias estéticas del público, imponiendo ciertos repertorios que aseguren el éxito “social” (que no artístico) de sus representados, y ello junto a las abusivas sumas que cuesta alquilar cierto repertorio con derechos de autor en nuestro país, hace que la normalización de la música contemporánea en el repertorio sinfónico resulte más difícil. Por tanto, no es un problema que se resuelva únicamente desde las instituciones culturales y orquestales, aunque no es menos cierto que dichas instituciones son uno de los elementos principales para cambiar esta dinámica corrosiva.
En España tenemos que reconstruir ese abismo temporal que, debido a la Guerra Civil y a la dictadura, privó al país de la posibilidad de vivir y ser participe de los desarrollos artísticos, fructíferos y fallidos, que se desarrollaron durante el siglo XX. Todavía recuerdo como en 2013 un programador de una institución cultural española me dijo que no podía programar Pierrot Lunaire (1913) de Schoenberg, porque era demasiado moderna para su ciudad. En otras palabras, una pieza compuesta hace 100 años creaba todavía una suerte de alergias que había que procurar alejar del público. Este tipo de gestos, disfrazados de un proteccionismo barato para con el público, no deja de ser una práctica muy común en España, una justificación al fin y al cabo para esconder las inercias reaccionarias de muchos programadores que sirven como perfecto ejemplo de lo que Adorno definió muy acertadamente como la pseudocultura socializada:
[la pseudocultura socializada] se opone de antemano a la comprensión de un arte que no quiere plegarse a aquellos mecanismos y que incluso se enfrenta a ellos[4].
Todos los agentes involucrados en el diseño, la interpretación y/o la gestión de conciertos deben ser conscientes de la necesidad imperiosa de desarrollar una programación que sirva para poder crear una sociedad activa, crítica, de oídos reflexivos. Durante toda la historia de la música, pero especialmente a lo largo del siglo XX, los compositores nos han obligado con sus obras a repensar la escucha. ¿O no ocurrió lo mismo en las artes plásticas con el cubismo, el futurismo, y más tarde con los suprematistas rusos con Malévich al frente? O cuando la arquitectura se tornó más racional y funcional con la Bauhaus siguiendo su principio de “la forma sigue a la función”, y que no era otra cosa que “la gran lucha por una nueva forma de vida” como Mies van der Rohe lo definió. O cuando Marcel Duchamp y el readymade, con Fountain (1917) como uno de las piezas icónicas, agrietaron la ya frágil definición de lo que era o no era arte. “La historia del arte, como se muestra en los museos europeos, es precisamente la historia de la ruptura con el pasado”, explica el filósofo y teórico Boris Groys[5].
¿No es el arte, como decía Francis Bacon, “una cuestión de ir demasiado lejos”?[6] Las grandes obras de arte, en mayor o menor medida, suponen un reto de compresión. En muchos momentos de la historia del arte, como por ejemplo el arte de vanguardia durante la primera mitad del siglo XX, los artistas no querían “agradar, querían transformar” al público. Por todo ello, el deber del programador, tal y como yo lo entiendo, reside en conectar al creador y al receptor (el oyente en nuestro caso), presentando el trabajo del primero de tal manera que suavice las fricciones y recelos que surgen al unir ambos elementos, pero sin corromper las cualidades y características del trabajo del creador, ni sobreproteger al oyente. Por ello, siempre se suscitan las mismas cuestiones: ¿Se debe programar igual en diferentes ciudades? ¿No deberíamos analizar las cualidades y necesidades sociales y culturales de cada lugar y programar atendiendo a éstas? Todo ello partiendo de la base de que nuestra finalidad con cada propuesta de concierto, ciclo o temporada, sea hacer reflexionar al público sobre un tema o cuestión concreta, siguiendo en cierta medida la filosofía de Eugenio Trías, y entender y utilizar la música como una forma de conocimiento[7].
No debemos pasar por alto que la programación no cumple una función meramente artística o estética, sino también social. Con cada programación se interpela a un tipo de público con unas características sociales y culturales muy concretas. En todos los auditorios, museos o teatros, existe un público activo –con una educación cultural importante, y otro público pasivo. En muchas salas de conciertos de España se ha creado o se ha dejado proliferar, un público pasivo, una audiencia que prefiere reconocer en cada concierto sus gustos a descubrir cosas nuevas, o como explicó el director de escena Christoph Marthaler con respecto al público de ópera: “lo que la gente quiere ver en escena son personajes dentro de una gruta, y no la gruta dentro de los personajes”[8].
El público en general espera reconocer en cada concierto lo que ya conoce, ya que por otro lado es muy difícil querer escuchar algo que no se conoce, y en esa dialéctica de contradicciones un gran número de programadores se han acomodado. Creo que es aquí donde los programas tienen que ayudar a cambiar la visión de lo que es o puede ser un concierto. Debemos desarrollar una curiosidad continua en el público; oyentes ávidos de retos sonoros, estéticos, o programáticos. Reclamar el goce que produce el asombro, el descubrimiento, e incluso disfrutar de ser escandalizados, ya que, como decía Pasolini, “escandalizar es un derecho; ser escandalizado un placer”[9].
Todos estos intentos han de estar dirigidos a crear una programación actual que responda a los retos y problemáticas actuales, lo cual no es potestad únicamente de la música contemporánea, sino también de toda la literatura musical, más concretamente, del diálogo y confrontación entre el presente/futuro y el pasado, o como explica Frances Morris, actual directora de la Tate Modern: “mirar al pasado a través de las lentes del presente”[10].
Cada país arrastra sus propios fantasmas, sus particulares deficiencias y retrasos. Programar es una tarea enormemente compleja, y más aún cuando se añaden adjetivos tan esquivos y aparentemente subjetivos como actual o viva. Diseñar una programación requiere que el programador posea unos grandísimos conocimientos del repertorio musical, así como un amplio conocimiento e interés del resto de disciplinas artísticas, y por supuesto, que esté conectado permanentemente con los y las creadoras actuales (musicales y de otras artes). Todo ello para poder arrojar luz sobre qué o cómo debe ser un concierto, o incluso sobre el papel de la música clásica en el siglo XXI.
Hay que considerar los conciertos, y por tanto nuestras programaciones (independientemente del período histórico del repertorio), no como un acto sobre el pasado, sino como un acto de y para el futuro. Obviamente, la mayor parte de las obras que se interpretan en un concierto están descontextualizadas del momento en el que fueron creadas. Creo que la labor del programador es intentar recontextualizar cada obra lo máximo posible, y eso no se basa en conformar un programa con autores de una misma época, o recrear las condiciones acústicas del estreno, sino en analizar el contexto y todas las fuentes posibles sobre la creación de cada obra y su compositor, para buscar relaciones entre autores de diferentes épocas, y crear un eje temático que articule y contextualice un programa que tenga como objetivo seguir interpelando al público del siglo XXI.
Los programas deben ser un ejemplo de la pluralidad de la historia de la música. Debemos normalizar que tras una obra del periodo clásico, por ejemplo, pueda haber una obra contemporánea, de la misma manera que ya ocurre entre autores de otros periodos (romántico, barroco, principios del siglo XX...). El impacto que causa una obra de Lachenmann después de escuchar una composición de Beethoven y viceversa, es mucho mayor que si escuchamos esas obras en programas en donde son acompañadas por composiciones de su época, ya que las cualidades estéticas y musicales de cada obra sobresalen y nos hacen ser conscientes, de una manera radical, de la evolución musical.
Tenemos que aspirar a redefinir la situación cultural en España. Un ejercicio quizás utópico, pero necesario. Existe un deseo en muchos de los jóvenes músicos que hemos tenido la suerte de poder formarnos en el extranjero, de encontrar en España ese lugar que debiera ser. Como jóvenes, debemos cambiar lo que hemos recibido. No vale simplemente con lamentarnos de la situación actual, debemos proponer y liderar las soluciones, y demostrar que, como dijo Boulez, no hay que moderar las sensibilidades, sino al contrario, excitarlas por lo nuevo, y lo nuevo radica en demostrar que se puede programar de otra manera, en romper las barreras entre el oyente y el intérprete, en introducir una variedad de formaciones y plantillas en
nuestros conciertos, en repensar la relación con otras artes, así como con el arte sonoro y la tecnología, o en alinearnos con la ciencia para repensar conjuntamente la escucha. Todo ello, en definitiva, para reivindicar el valor y la práctica de la curiosidad. Esa curiosidad que nos reconecte con la magia de lo inefable, con esa suerte de alquimia que es el arte. Para que nos conduzca finalmente, como diría Valéry, a buscar nuestro encantamiento.
[1] Publicado en Le Gaulois el 4 de abril de 1923.
[2] Publicado originalmente en The Egoist en 1919, y posteriormente recogido en su selección de ensayos The Sacred
Wood (1921).
[3] Conversación publicada por la revista CNAC Magazine en 1983.
[4] Adorno, Theodor W. Impromptus. Ediciones Akal, pág. 133
[5] Conversación con Arseny Zhilyaev en “conversations.e-flux.com”.
[6] “Solo yendo demasiado lejos puedes aspirar a romper el molde y crear algo nuevo. El arte es cuestión de ir
demasiado lejos” (Michael Peppiatt. Anatomía de una enigma. Gedisa (Barcelona), p. 267).
[7] Conferencia realizada por Eugenio Trías con motivo de la presentación de su libro “El canto de las sirenas”, el 7 de
marzo de 2008 dentro de la Cátedra Alfonso Reyes de Monterrey (México).
[8] Mortier, Gerard. Dramaturgia de una pasión. Ediciones Akal. Pág. 55.
[9] Última entrevista a Pasolini, realizada el 31 de octubre de 1975 por la televisión francesa. Pasolini fue asesinado 2
días más tarde.
[10] “Looking at the Past Through the Lens of the Present”, título de la conferencia que Frances Morris impartió en el Courtauld Institute of Art.