Artículo publicado originalmente en el blog del Auditori de Barcelona.
“No seamos basura en la normalidad del siglo XX”, nos emplazaba Jonas Mekas en su apasionado texto en defensa de la perversión, con el que cerrábamos la primera parte de este doble artículo sobre el arte en Nueva York a lo largo del siglo XX.
Jonas Mekas puso palabras al sentimiento de rebeldía de toda una generación de creadoras y creadores que sentían que las generaciones precedentes habían empeñado su futuro. Mekas, que había llegado a Estados Unidos en 1949 escapando de la guerra, es el ejemplo del artista emigrante, del creador que tuvo que huir de esa Europa que se había convertido en un polvorín sin fin, y había llegado a esa fructífera Norte América que poco a poco comenzaba a mostrar las garras afiladas del capitalismo.
Si a principios del siglo XX Nueva York y Estados Unidos parecía tener solo ojos para el arte y los artistas europeos, a partir de la segunda mitad del siglo XX todo empieza a cambiar y el centro gravitacional del arte comienza a cruzar el Atlántico. Ese mismo recorrido lo habían hecho numerosos artistas que, por diversas razones (principalmente escapando de las atrocidades de las Guerras Mundiales que asolaban Europa), veían en Estados Unidos un posible futuro. De esta forma, Norteamérica acogió a los más grandes compositores de toda una generación, como Edgard Varése, Serguéi Rajmáninov, Arnold Schoenberg, Sergei Prokófiev, Igor Stravinsky, Kurt Weill, Bela Bartók, Paul Hindemith… pensadores como Theodor Adorno, Stefan Zweig, Vladimir Nabokov, o artistas como Marcel Duchamp, Marc Chagall, Marx Ernst, Fernand Léger o Piet Mondrian, por citar algunos.
La llegada de todos estos artistas (principalmente en los años 30 y 40) coincide con el comienzo de las primeras escuelas y movimientos artísticos “esencialmente” americanos (nótese con estas comillas la imposibilidad ontológica de su enunciado), como ya he apuntado en el artículo precedente. Los años 50 son una década de transición. Nueva York comienza a asentarse como el nuevo centro artístico del mercado del arte, y muchos artistas comienzan a viajar a la ciudad, llamados por la agitación cultural que comienza a emanar.
Los nuevos movimientos artísticos son (casi) siempre una respuesta, una reacción, a las convenciones precedentes. El arte que comienza a impulsarse desde Estados Unidos, especialmente desde Nueva York, comienza a tener en común la intención de liberar la práctica artística de su propio significante, como ya comenzaron los surrealistas años antes.
El compositor Morton Feldman es un perfecto ejemplo de lo que significaron los años 50 en la práctica artística. En sus escritos dejó constancia de ese intento de liberar al arte de su propia doctrina, y que no es otro que liberar al arte del artista (o al revés). “Lo maravilloso acerca de los años cincuenta fue que, por un breve instante, nadie entendió el arte. Es por eso que todo sucedió”, escribió Feldman en 1971. Morton Feldman es también el arquetipo de ese (nuevo) artista que la ciudad de Nueva York, por sus dimensiones, estaba gestando. Un artista y un arte en continuo estado de cruce entre disciplinas, donde las fronteras entre la pintura, la música, la poesía y, como veremos más tarde, lo performático, comenzaban a diluirse.
Los escritos de Feldman están llenos de referencias a la pintura (“la música no ha tenido su propio Rembrandt, hemos permanecido como simples músicos”, escribió en una ocasión), de reflexiones sobre la influencia de las artes plásticas en su trabajo, y sobre sus intentos de llevar a cabo las conquistas pictóricas al campo sonoro: “mi obsesión con la superficie es el tema de mi música. En este sentido, mis composiciones no son en realidad “composiciones” en lo absoluto. Uno podría llamarlas lienzos de tiempo. […] Los pintores neoyorquinos, fueron una influencia extremadamente fuerte en mi vida creativa, mucho más que los compositores”. Esta forma de pensar y de vivir, aunque suene a contradicción, viene influenciada por la figura de John Cage, “lo que Cage tiene para ofrecer es casi una especia de resignación. Lo que tiene para enseñar es que, del mismo modo en que no hay una manera para llegar al arte, tampoco hay una manera de no hacerlo”, concluye Feldman. Obras como Jackson Pollock (1950-51), su ciclo Intersections (1951-1953) para diversas plantillas instrumentales, Piece for 4 Pianos (1957), Structures for Orchestras (1962), el ciclo The Viola in My Life (1970-1971), Rothko Chapel (1971), Neither (1975) la (anti-)ópera que hizo sobre un poema de Samuel Beckett, For Philip Guston (1984) de más de cuatro horas de duración, Coptic Light (1985), o su cuarteto final Piano, Violin, Viola, Cello (1987), podrían servir como un posible recorrido para aproximarse a la obra de un creador fascinante.
En sus textos, que a veces son como crónicas, como un pequeño diario, Feldman narra cómo fue conociendo a las figuras centrales del arte de la segunda mitad del siglo XX. Un día John Cage le llamó a la puerta (Feldman vivía en el segundo piso y Cage en el último), “voy a ver a un joven pintor llamado Robert Rauschenberg. Él es maravilloso, y su trabajo también es maravilloso”.
Robert Rauschenberg es una figura crucial en el arte, su trabajo es una suerte de puente entre el Expresionismo Abstracto y el Pop Art. Obras como su serie de Black paintings (1951-53), o sus célebres Combines (combinaciones): obras en las que los límites de la pintura y la escultura se difuminan a través de la adhesión de elementos desechados, como neumáticos o muebles viejos, sobre un soporte tradicional. Destacan obras como Monogram (1955-59), donde una cabra disecada (que había comprado en una tienda de segunda mano), con un neumático sobre su cuerpo, está colocada sobre dos lienzos en horizontal sobre ruedas; o Bed (1955), donde lo que se cree que es la propia colcha (incluida la almohada) del artista le sirvió de lienzo sobre el que pintar. O sus serigrafías donde combinaba pintura con fotografías de personajes públicos o noticias. “La pintura se relaciona tanto con el arte como con la vida. Intento actuar en esa brecha entre las dos”, afirmó Rauschenberg.
Para Rauschenberg esa afirmación iba más allá, y en el sentido de intercambio continuo entre los artistas que vivían en Nueva York, en 1966 Rauschenberg, junto al ingeniero Billy Klüver, impulsó un evento fundamental para la realidad artística de la época: las 9 Eveningns: Theatre and Engineering. Nueve noches, nueve actuaciones en las que se combinaba arte y tecnología. Con artistas como John Cage, Lucinda Childs, Steve Paxton, Deborah Hay, Yvonne Rainer, David Tudor y el propio Rauschenberg, entre otros.
Robert Rauschenberg se convirtió en una figura crucial en la historia del arte estadounidense cuando en 1964 ganó el León de Oro de la 32ª edición de la Biennale di Venezia por sus pinturas serigrafiadas, galardón que fue visto como la confirmación del liderazgo del arte estadounidense sobre el europeo.
Los años 50 habían preparado el terreno para la explosión de los diferentes movimientos artísticos que se desarrollaría en las décadas siguientes. Los años 40 y 50 habían dado, aparte del Expresionismo Abstracto, a la Generación Beat, un movimiento de escritores, “una generación de hipsters locos e iluminados” como lo definió Jack Kerouac, donde el rechazo a las formas de vida materialistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se mezclaba con la búsqueda de nuevos estándares narrativos, la liberación general (sexual, racial, de género), la experimentación con drogas psicodélicas, o la conciencia ecológica, configuraban los elementos centrales de la cultura Beat. Escritores como Allen Ginsberg, Williams S. Burroughs, o Jack Kerouac, quien afirmó (como si fuera la sentencia de toda su generación) “todo me pertenece porque soy pobre”, fueron algunas de sus figuras principales, con obras como la autobiográfica And the Hippos Were Boiled in Their Tanks (1945) escrita por Kerouac y Burroughs, Howl (1956) de Ginsberg, On the road (1957) de Kerouac, o Naked Lunch (1959) de Burroughs.
Puedes leer “Aullido”de Allen Ginsberg, uno de los grandes poemas de la Generación Beat, en el siguiente enlace: https://www.zendalibros.com/aullido-allen-ginsberg/
A su vez, los años 50 en Nueva York serán testigos de otros hitos artísticos como el estreno de obras como Death of a Salesman (1949) una de las grandes obras de teatro de Arthur Miller, West Side Story (1957) de Leonard Bernstein; década clave para compositores como Elliott Carter y el propio Bernstein; el fallecimiento de Jackson Pollock en 1956, una de las figuras centrales del Expresionismo Abstracto; la apertura de la galería Leo Castelli en 1957; y la aparición de un nuevo movimiento artístico: el Pop Art.
No es de extrañar que una de las grandes figuras, no solo del movimiento Pop Art, sino de toda la segunda mitad del siglo XX, comenzara en la publicidad. Me refiero a Andy Warhol. El Pop Art, se basó en tomar imágenes de la cultura popular, de la televisión, los cómics, y la publicidad, a menudo para cuestionar los valores convencionales propagados por los medios de comunicación. Sus estrategias de apropiación, en muchos casos subversivas e irreverentes, se extendían a sus materiales y métodos de producción, que procedían del mundo comercial. Como ejemplo, se encuentran las ya icónicas 32 Campbell’s Soup Cans (1962) de Warhol, Girl with Ball (1961) de Roy Lichtenstein, o las célebres serigrafías de Warhol de personalidades de la cultura popular como su Double Elvis (1963), donde la misma figura de Elvis Presley (sacada de la película Flaming Star de 1960) se superpone creando una visión duplicada del icónico cantante y actor. Pero el Pop Art es más que imágenes de celebridades y elementos populares que podemos encontrar en los supermercados o en nuestras propias casas, también es, sobre todo, una reflexión sobre el mundo de las imágenes. Como muestra, la serie de Warhol Death and Disaster (1962-64), donde fotografías de accidentes de tráfico, de avión, de sillas eléctricas sacadas de periódicos locales, son los elementos centrales de la pieza (por ejemplo, la obra White Disaster muestra la fotografía de un accidente de coche repetida 19 veces a lo largo de un lienzo de 3 metros).
La obra de Andy Warhol con su aparente anodina repetición, es una fascinante metáfora de la realidad contemporánea de su (nuestra) época. La repetición en serie, los espacios verdes de las ciudades sustituidos por vayas publicitarias de toda índole que desbordan las retinas, la fama y celebridad, pero también, o sobre todo, nos recuerda la crueldad y la violencia de un mundo abocado a mirar obsesivamente un espejo que le devuelve continuamente la imagen decadente de sí mismo.
La obra de Warhol es una gran reflexión sobre lo visual. Desde sus primeros trabajos como ilustrador, hasta la aparición de la fotografía, sus serigrafías, después su trabajo en el cine, donde desarrollaba sus screen test, series de vídeos cortos en los que grababa a una persona mirando directamente a la cámara (como si fuese una extensión de sus serigrafías); o las películas que desarrolló desde 1963 a 1965, más de medio centenar de películas, cortos, donde las innovaciones técnicas, en todos los sentidos, eran el denominador común. Películas como Sleep (1963), Blow Job (1963), o Empire (1964) donde a lo largo de 8 horas de duración no se ve otra cosa que el Empire State: el rascacielos entendido como una celebridad más de Nueva York, película con la que Warhol aspiraba “a grabar el paso del tiempo”. Todo ello, unido a sus proyectos posteriores: sus intervenciones visuales con la Velvet Underground, sus polaroids, la revista Interview, o los proyectos televisivos que desarrolló hasta su fallecimiento en 1987 (Andy Warhol’s Tv y Andy Warhol’s Fifteen Minutes), suponen una de las grandes reflexiones sobre la realidad visual entre los artistas del siglo XX.
Pese a lo que pueda parecer, Warhol estuvo enormemente influenciado por figuras como John Cage, Truman Capote o Yves Klein, quien con sus cuadros monocromáticos, pintados (únicamente) con su icónico azul Klein, unidos a sus performances, influenció a toda una generación de artistas que impulsarían los happenigns y el minimalismo.
Si el Expresionismo Abstracto americano duró, más o menos, 20 años, el Pop Art se desarrolló en no más de 10 años. Cada nuevo movimiento artístico que surgía parecía comprimirse y estallar en movimientos más pequeños que replicaban el mismo proceso. Por ello, los años 60, especialmente, pero también los 70, son unas décadas llenas de agitación, experimentación y subversión. En estos años surge el happening (movimiento precursor de la idea contemporánea de performance) de la mano de Allan Kaprow, alumno de John Cage. En 1958 Kaprow escribe un artículo bajo el título El legado de Jackson Pollock (quien había fallecido 2 años antes) en el que, siguiendo la estela de Rauschenberg, aspiraba a un arte concreto hecho con cosas cotidianas. El happening era un juego, una aventura donde no había jerarquía entre el artista y el espectador, “los happenigns son eventos que, sencillamente, ocurren”, explicaba Kaprow quien, en 1959, crea una de las piezas célebres del movimiento: 18 Happenings in 6 Parts.
El happening dotará al artista y al espectador de una libertad casi total, derribando los límites entre disciplinas y artistas. Poco después, George Maciunas fundará el colectivo Fluxus, un grupo dedicado principalmente a las artes visuales, pero también a la música, la literatura, y la danza. Entre ellos encontramos nuevamente a John Cage, Yoko Ono, los compositores James Tenney y La Monte Young, la cellista Charlotte Moorman, o el compositor y uno de los pioneros del videoarte Nam June Paik.
Pero como antes habíamos comentado, en los 60 todo empieza a comprimirse y a acelerarse. A la vez que el Expresionismo Abstracto americano con Rothko o Philip Guston daba sus últimos coletazos, que el Pop Art surgía y se transformaba, que el cine underground exploraba los límites visuales, que el happening y el Fluxus rompían (aparentemente) las últimas barreras entre disciplinas, en ese momento, alrededor de 1963, tanto en Los Ángeles como en Nueva York un grupo de artistas estaban exponiendo lo que se denominó por aquel entonces “obras-objeto”, es decir, vigas de madera sin labrar, cajas de metal y plexiglás… Nuevamente materiales cotidianos, simplemente alineados, que creaban secuencias, ritmos visuales. A este nuevo movimiento en 1965 el filósofo Richard Wollheim lo denominó Arte Minimalista.
Pocos estilos de la música de finales del siglo XX han provocado tanta controversia como el minimalismo. Para sus partidarios, este movimiento lo que intentaba en un principio era restaurar la accesibilidad en el vínculo roto entre el compositor y el oyente. En cambio, para sus detractores, era una música ingenua, “no es mejor que la música pop disfrazada de arte”, decían
El minimalismo en la música comienza a gestarse no en Nueva York, sino en la otra punta de Estados Unidos, en la costa Oeste con el compositor La Monte Young. Aunque cuando de verdad comience a tomar una entereza como movimiento, será cuando Young se traslade a principios de los años 60 a Nueva York y entre en contacto con todo el movimiento Fluxus. Allí creará obras inspiradas tanto por la naturaleza musical como performativa u onírica. Sus Compositions 1960, son una colección de piezas en las que cada una, tiene una serie de instrucciones diferentes: la número 5 requiere que se suelte “una mariposa (o cualquier número de mariposas) en el área de interpretación. Cuando la composición haya terminado, asegúrese de permitir que la mariposa salga volando”; la número 13 pide al intérprete que prepare cualquier composición y “luego interprétela tan bien como pueda”; será precisamente la número 7, una de las más aparentemente convencionales, pero a su vez más radicales, la que asiente las bases primitivas del minimalismo sonoro: dos notas si y fa#, y una breve indicación: “sostenerlas durante mucho tiempo”.
A esta obra seguirán otras ya célebres como el trío de cuerda The Second Dream of the High-Tension Line Stepdown Transformer (1962) (El segundo sueño del transformador reductor de la línea de alta tensión), perteneciente al ciclo The Four Dreams of China (Los cuatro sueños de China), en la que cada una de sus partes se basaba en diferentes arreglos de un grupo de notas reducido.
Mientras Young exploraba los límites infinitos del sonido, el compositor Terry Riley se aproximaba a la realidad minimalista desde una visión más “armónica”. Al igual que Young, pronto Riley se sintió atraído por las músicas y conquistas de John Cage. En el Tape Music Centre de San Francisco, por el cual pasarían Pauline Oliveros o Steve Reich, comenzó a explorar las posibilidades técnicas y sonoras de los magnetófonos, siguiendo la estela de la obra Kontakte de Stockhausen. En 1964, tras escuchar al grupo Theatre of Eternal Music en Nueva York, lo comparó con el “el sol saliendo sobre el Ganges”. La impresión que le causó le llevó a trabajar en una pieza instrumental que uniría los ragas hindúes, a bucles que a su vez combinarían diferentes velocidades al mismo tiempo. Sobre 53 modelos de figuración muy sencillos, a cada intérprete del grupo se le indica que pase de una célula rítmica a otra cuando quiera. Basados en la escala de Do mayor (con la inclusión en ocasiones a modo de notas de color del Fa# y Sib). Una pareja de Does agudos abren la pieza y no dejan de sonar hasta el final, de ahí el título que más tarde Riley dio a la obra, In C (en Do) (1964). El día del estreno, en el piano se encontraba Steve Reich, que en 1961 había ido a California a conocer a Riley.
Steve Reich junto con Philip Glass podrían suponer la segunda generación de compositores minimalistas, o los padres del movimiento, tal y como se entiende en la actualidad (pese a que ellos reniegan directamente de esta tipología).
Steve Reich, tras su experiencia estudiando la música africana, unido a sus continuos estudios rítmicos, le sirvieron para comenzar a definir su voz como compositor. A mediados de los años 60, y al igual que hizo Terry Riley, Reich empezó a experimentar con sonidos pregrabados que, al superponerlos, y unidos a las imperfecciones técnicas de cada aparato reproductor, producían pequeños desfases entre ambas grabaciones que fascinaron al compositor, tanto, que luego desarrollaría y perfeccionaría esta técnica para incluirla en su música. De esta forma, Steve Reich fue mezclando todo su conocimiento de la música africana con su propia herencia cultural occidental, “lo interesante es cuando la influencia no occidental está presente en el pensamiento, pero no en el sonido”, afirmó Reich.
De esta etapa surgen obras ya clave de su catálogo como It’s Gonna Rain (1965), Piano Phase (1967), Pendulum Music (1968) o Drumming (1971), Music for 18 Musicians (1974-76) una de sus obras maestras, Three Movements for Orchestra (1986), Different Trains (1988),The Cave (1993), o Double Sextet (2007), entre otras.
Si Steve Reich había viajado África para estudiar su música, Glass hizo lo propio en India. Previamente, había estudiado en París con Nadia Boulanger, la mítica pedagoga que había sido profesora también de Aaron Copland. Al volver a Nueva York en 1967, Philip Glass comenzó trabajando con el escultor Richard Serra, y posteriormente combinaba su trabajo diario de taxista con la escritura compositiva por las noches. De esta época, destacan obras fascinantes como Music in contrary motion (1969), o Music in 12 Parts (1971-74) de más de 4 horas de duración, su espectacular ópera Einstein on the Beach (1976) realizada junto a Robert Wilson, Glassworks (1981), o la banda sonora Mishima: A Life in Four Chapters (1985), pueden ser un pequeño recorrido para conocer la etapa más interesante de Glass.
De esta forma llegamos a finales del siglo XX. Los años 70 y 80 no pudieron ser más opuestos en su espíritu. Los 70 culminaban la euforia vital y creativa de una época comenzada 20 años antes, mientras que los 80 se presentaron como una brutal resaca protagonizada para una de las pandemias más agresivas, el VIH/Sida.
En estos años surge una nueva generación de artistas, los fotógrafos Robert Mapplethorpe y Nan Goldin, los compositores Julius Eastman y Ben Neil, o los artistas Keith Haring, Julian Schnabel, Basquiat, Francesco Clemente, o el artista multidisciplinar David Wojnarowicz, por citar algunos.
Wojnarowicz es uno de esos artistas con un alto grado de extrañeza que transfiere de manera inequívoca en su obra. Sus diarios, quizá una de sus obras capitales, muestran la dura vida de un joven que miraba a la salvaje América que le tocó vivir con la compasión de los poetas. A los 17 años, como un Rimbaud contemporáneo, abandonó su casa y comenzó a vivir en la calle, a prostituirse para sobrevivir. Las reflexiones de Wojnarowicz de esta etapa, así como las relacionadas con sus viajes de autoestopista a través de la América profunda, o sus incursiones sexuales en el muelle de Nueva York, tienen siempre una pátina de enorme belleza, como si el artista, consciente de la decadencia que le rodea, supiera de las contradicciones de la felicidad, ya que como dijo Baudelaire en la dedicatoria secreta de Los paraísos artificiales, “para digerir tanto la felicidad natural como la artificial, hay que tener primero el valor de tragarla, y quizá sean precisamente quienes merecen la dicha aquellos a los que la felicidad, tal y como la conciben los mortales, les ha hecho siempre el efecto de un vómito”.
Wojnarowcz morirá en 1992 con 37 años (la misma edad con la que Rimbaud falleció en Marsella casi 100 años antes en 1891) por complicaciones derivadas del VIH. Un final similar encontraron otros artistas como Robert Mapplethorpe, Keith Haring, Halston, Peter Hujar, Paul Thek, y un sin fin de nombres que merecerían ser recordados en este texto.
Un texto, con el que no se pretende hacer el canon de una época, sino una cronología al azar, personal, de un lugar y un tiempo fascinante, lleno de contradicciones, de errores, de fatales destinos, pero desbordante de vitalidad, de imaginación y libertad conquistadas, de subversión. Porque el arte, a veces, necesita ser salvado de su propia definición. Y recordarnos, como siempre lo hizo William S. Burroughs (parafraseando a Hassan-i Sabbah), que “nada es verdad, todo está permitido”.