Artículo publicado originalmente en Sonograma magazine.
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Vivimos entre los muertos; en constante relación con la pasión pasada, con la revolución traicionada o perdida (pocas veces ganada). En continua reflexión sobre quiénes fueron, para saber qué somos.
Los intérpretes nos sentimos cartógrafos de territorios ya explorados, escudándonos en la valentía de quienes se atrevieron a contradecir su presente, para crear uno nuevo.
En la actualidad, los músicos nos estamos automomificando, y con nosotros, todo el sistema de la música clásica. Me pregunto: cuántas veces a lo largo de una vida puede soportar un músico tocar la Quinta sinfonía de Beethoven, La Bohème, o el Concierto para violín de Tchaikovsky. Son obas magníficas, meritorias sin ninguna duda del lugar que ostentan en la historia de la música, pero al igual que muchas otras composiciones, las hemos colocado en unos pedestales tan altos, que ya no somos capaces de ampliar y/o renovar nuestro horizonte musical, estético.
Tenemos una relación enfermiza con el pasado. No hemos sabido suministrar la gran ola de información y material que es la historia; suministrarla para saber conjugarla con el presente, con la actualidad, con lo actual. A este respecto, solo hay que comprobar los datos: en 1782 un 11% de los compositores programados por la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig habían fallecidos, el 89% restante, eran obras de compositores vivos. Casi 100 años más tarde, en 1870, el porcentaje de compositores fallecidos programados había aumentado del 11% hasta el 76%[i]. No es necesario añadir que en la actualidad esa cifra roza, en muchos de los conciertos de un gran número de agrupaciones sinfónicas del mundo, el 100%.
Parece ser que, como ya se apunta desde finales del siglo XX, la música se va repartiendo en espacios estancos, cada vez más independientes y aislados de lo que hasta el siglo XX se acostumbraba. Vivimos en la era de las etiquetas, todo tiene cabida en su respectivo espacio. Al igual que las músicas se van fragmentando en grupos y subgrupos (música antigua, popular, siglo xx, clásica contemporánea, jazz, etc.), las agrupaciones hacen lo propio; en vez de aspirar a crear una suerte de cadena trófica musical –donde cada eslabón obtiene su razón de ser del nivel inmediatamente precedente, que ayude al mantenimiento y mejora del ecosistema cultural. Ya casi el clasicismo junto con el barroco, es un repertorio restringido a las agrupaciones historicistas, las orquestas sinfónicas se están relegando al repertorio romántico y a cierto repertorio de la primera mitad del siglo XX, mientras que la música contemporánea es (un incierto) cometido de una amalgama de agrupaciones de distinta envergadura (dúos, ensembles, cuartetos de cuerda, tríos….).
Es precisamente en este último eslabón de la cadena en el que me quiero centrar: en las agrupaciones de música contemporánea, para intentar dar respuesta a qué es, o debe ser, una agrupación centrada en la creación musical contemporánea.
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Para poder sostener ciertos argumentos, antes debemos intentar resolver qué significa que algo sea contemporáneo.
Ser contemporáneo puede ser entendido como algo inmediatamente presente, o con-temporáneo puede significar también -como apunta el filósofo y crítico de arte Boris Groys, estar “con el tiempo”, más que “en tiempo”:
El arte parece ser verdaderamente auténtico […] cuando es capaz de capturar y expresar la presencia del presente de tal manera que es radicalmente incorrupto por tradiciones pasadas o estrategias que esperan ganar éxito en el futuro.[ii]
En el mismo artículo, Groys contrapone sus definiciones con otra del filósofo franco-argelino Jacques Derrida, quien afirma que el presente está originariamente corrupto por el pasado y el futuro, y que existe siempre una ausencia en el corazón del presente[iii].
Conjugando ambas afirmaciones –como si de un ejercicio de alquimia se tratase, me veo interpelado por la siguiente cuestión: ¿y si la obra creada, organizada y confrontada con las tensiones de la realidad, nunca llegase a tener la fuerza y el impulso radical de la primera idea (si es que se puede llamar así), de ese germen que surge incontrolablemente? Por ello –analizando el proceso evolutivo de la creación de una obra, el momento de la aparición de la primera idea, es el momento verdaderamente contemporáneo; el resto, cuando la obra es finalmente presentada o exhibida, pertenece irremediablemente al pasado.
Quizás son los propios creadores actuales los únicos que perciben lo que significa verdaderamente -durante ese mínimo lapso entre el impulso de la idea y el resultado creativo confrontado con las limitaciones de la realidad, el arte contemporáneo. Por tanto, para ser fieles a lo que podemos considerar como el significado más fidedigno de contemporáneo, la obra debería estar en continuo estado de mutación, radical y (utópicamente) libre; pero entonces ya no estaríamos hablando de una obra, o la obra, estaríamos hablando –siguiendo la terminología de Derrida, de una “procesión de presentes”, y otorgando, a su vez, todo el poder semántico a la (difusa) definición de arte vivo.
La técnica (entendida como adquisición de conocimiento), representa la libertad y la censura; de la misma manera que el entorno cultural, social y económico en el que se adquiere y desarrolla.
El germen, al que antes me refería, se traduce orgánicamente por el artista (el creador), quien utiliza una serie de códigos y convenciones para traducirel gesto efímero (el germen), en algo estructurado, en algo, por naturaleza, limitado (finito), ya que como Derrida explica: “en el momento que hay una inscripción, hay necesariamente una selección y, en consecuencia, una censura, una exclusión”[iv]. Pese a que esta afirmación está hecha en referencia a la escritura, y siendo consciente de las diferencias que hay entre la creación musical (con sus intermediarios) y la escritura, creo que existen elementos que podemos trasladar al ámbito de la creación musical.
En la historia de la música es muy evidente el esfuerzo de muchos compositores por intentar evadir o reducir las limitaciones de la notación musical. Igualmente interesante es observar como, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, la notación musical (la grafía), se ha visto transformada en pro de crear una partitura más fiel a las ideas originales (gesto musical), y que por otro lado, coincidió temporalmente con el creciente interés de muchos compositores por las cualidades (más o menos controladas) de la improvisación, dotando al intérprete de mayor libertad por medio del uso de estructuras compositivas móviles, que dieron como resultado lo que se denominó como música aleatoria.
Por esa misma época surge el llamado arte experimental. Precisamente puede ser el arte experimental (o la música experimental), el arte que más se acerca a la definición de creación contemporánea; un arte que al presentarse/exhibirse todavía no ha sido censurado por los códigos y/o estructuras creativas -al menos no tan drásticamente como otras creaciones musicales, el cual, pese a encontrarse limitado igualmente por los propios límites de los elementos técnicos que lo producen (de la misma manera que ocurre con la improvisación), mantiene una pátina de mayor sinceridad con la definición de contemporáneo que en este texto estoy desarrollando.
Suponiendo que asumimos estas afirmaciones como válidas, la siguiente cuestión que debemos afrontar es: ¿dónde queda el creador?; dado que si la obra -haciendo un ejercicio de reflexión utópica, para que sea verdaderamente contemporánea debe ser presentada en su estado primigenio (germen), la figura del creador -y por tanto todas las connotaciones adheridas al mismo, se desvanece, quedando en un limbo incierto.
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Me gustaría hacer hincapié en esa última frase de Boris Groys, donde explica que el arte es verdaderamente auténtico cuando es capaz de expresar el presente de tal manera que es “radicalmente incorrupto por tradiciones pasadas o estrategias que esperan ganar éxito en el futuro”. Dicha afirmación me hace recordar la opinión del filósofo francés Alain Brossat, quien defiende que el arte contemporáneo actual se encuentra sumido en lo que denomina como el “gesto prostitucional”: “uno tiene que exponerse para ser visto, ser visto para ser reconocido, y ser reconocido para poder venderse”, explica Brossat[v].
Gran parte de los ensembles de música contemporánea, al menos en España, han asumido las mismas estructuras y dinámicas que las agrupaciones instrumentales clásicas, es decir, centrarse en un trabajo puramente reproductivo, ser mero ejecutante de las piezas compuestas. Por ello, desde los ensembles de música contemporánea, quizás sería razonable redifinir nuestra actividad y denominarnos -en un ejercicio de honestidad semántica, como ensembles de música postcontemporánea.
Cada vez tengo más claro que las agrupaciones centradas en el arte musical actual, deben tener un papel más activo en el proceso creativo contemporáneo. No sólo debemos dejar que los compositores nos provoquen y guíen con sus creaciones, desde los ensembles se les debe provocar y guiar (sí) a ellos también.
Hay que interrogarse. En el ámbito de la creación contemporánea (producción –reproducción-escucha), en su sentido más radical, no puede existir la cooperación, sino la confrontación. Es necesario cambiar las reglas de la conversación y enfrentar nuestro ámbito de acción contemporáneo, no con el sistema musical en sí mismo, sino con su realidad esencial; que no es otra que la creativa (germen), la cual no puede gestarse y estructurarse bajo los mismos parámetros en los que se desarrolla y rige el resto de la música clásica, dado que por los códigos sobre los que sustenta y organiza su creación, pertenece al pasado.
Aun así, con esta afirmación no quiero decir que una agrupación centrada en la creación contemporánea no deba interpretar música ya compuesta, por supuesto que sí (ecosistema cultural), pero deberá hacerlo desde la conciencia de que la realidad creativa contemporánea, demanda un cambio radical en su génesis.
Una agrupación de música contemporánea debe estar viva –en un sueño utópico por imitar la naturaleza del arte que interpreta, y para ello necesita convertirse en una agrupación transversal, en constante cruce con otras disciplinas (con especial atención al ámbito científico).
En varias ocasiones he leído y escuchado entrevistas, donde los protagonistas de las mismas aseguraban no tener miedo a seguir en las “barricadas”, en la “lucha”… por defender la música contemporánea. Me asombra ver cómo los intérpretes, que se definen como defensores de la creación contemporánea, reducen cómodamente su defensa a la actuación más básica: la reproducción de música compuesta por creadores actuales, quedando su compromiso reducido a las limitaciones del instrumento que interpretan.
Los compositores, y por tanto la creación contemporánea, no necesitan (únicamente) de intérpretes; necesitan de impulsos, de confrontación y transgresión; de colectivos heterogéneos formados por intérpretes, científicos, filósofos, etc., que aspiren a subvertir su presente, para crear uno nuevo que poder alterar nuevamente.
Se acabó el momento de ennoblecer nuestras acciones bajo una terminología (vagamente) bélica. La revolución se perdió cuando nos convencimos de que interpretar obras de hace 10 ó 15 años, frente a un público minoritario, era revolucionario; mientas soportamos un sistema tradicional donde encajar creaciones que aspiran a ser contemporáneas.
Vivimos en el augurio del devenir. En el futuro perdido, traicionado.
Somos.
Fuimos. Irremediablemente: pasado.
- [i] Weber, William. The Great Transformation of Musical Taste: Concert Programming fro Haydn to Brahms. Cambridge, London (2009).
- [ii] Groys, Boris. “e-flux”. Nueva York, número 11, diciembre 2009.
- [iii] Derrida, Jacques. Márgenes de la filosofía. Madrid (2006).
- [iv] Safaa Fathy (directora). (1999). D’ailleurs, Derrida. Francia: ARTE / Gloria Film Productions.
- [v] Brossat, Alain. El gran hartazgo cultural. Madrid (2016).