Nueva York II: una cronología al azar

Artículo publicado originalmente en el blog del Auditori de Barcelona.

“No seamos basura en la normalidad del siglo XX”, nos emplazaba Jonas Mekas en su apasionado texto en defensa de la perversión, con el que cerrábamos la primera parte de este doble artículo sobre el arte en Nueva York a lo largo del siglo XX. 

Jonas Mekas puso palabras al sentimiento de rebeldía de toda una generación de creadoras y creadores que sentían que las generaciones precedentes habían empeñado su futuro. Mekas, que había llegado a Estados Unidos en 1949 escapando de la guerra, es el ejemplo del artista emigrante, del creador que tuvo que huir de esa Europa que se había convertido en un polvorín sin fin, y había llegado a esa fructífera Norte América que poco a poco comenzaba a mostrar las garras afiladas del capitalismo. 

Si a principios del siglo XX Nueva York y Estados Unidos parecía tener solo ojos para el arte y los artistas europeos, a partir de la segunda mitad del siglo XX todo empieza a cambiar y el centro gravitacional del arte comienza a cruzar el Atlántico. Ese mismo recorrido lo habían hecho numerosos artistas que, por diversas razones (principalmente escapando de las atrocidades de las Guerras Mundiales que asolaban Europa), veían en Estados Unidos un posible futuro. De esta forma, Norteamérica acogió a los más grandes compositores de toda una generación, como Edgard Varése, Serguéi Rajmáninov, Arnold Schoenberg, Sergei Prokófiev, Igor Stravinsky, Kurt Weill, Bela Bartók, Paul Hindemith… pensadores como Theodor Adorno, Stefan Zweig, Vladimir Nabokov, o artistas como Marcel Duchamp, Marc Chagall, Marx Ernst, Fernand Léger o Piet Mondrian, por citar algunos. 

La llegada de todos estos artistas (principalmente en los años 30 y 40) coincide con el comienzo de las primeras escuelas y movimientos artísticos “esencialmente” americanos (nótese con estas comillas la imposibilidad ontológica de su enunciado), como ya he apuntado en el artículo precedente. Los años 50 son una década de transición. Nueva York comienza a asentarse como el nuevo centro artístico del mercado del arte, y muchos artistas comienzan a viajar a la ciudad, llamados por la agitación cultural que comienza a emanar. 

Los nuevos movimientos artísticos son (casi) siempre una respuesta, una reacción, a las convenciones precedentes. El arte que comienza a impulsarse desde Estados Unidos, especialmente desde Nueva York, comienza a tener en común la intención de liberar la práctica artística de su propio significante, como ya comenzaron los surrealistas años antes. 

El compositor Morton Feldman es un perfecto ejemplo de lo que significaron los años 50 en la práctica artística. En sus escritos dejó constancia de ese intento de liberar al arte de su propia doctrina, y que no es otro que liberar al arte del artista (o al revés). “Lo maravilloso acerca de los años cincuenta fue que, por un breve instante, nadie entendió el arte. Es por eso que todo sucedió”, escribió Feldman en 1971. Morton Feldman es también el arquetipo de ese (nuevo) artista que la ciudad de Nueva York, por sus dimensiones, estaba gestando. Un artista y un arte en continuo estado de cruce entre disciplinas, donde las fronteras entre la pintura, la música, la poesía y, como veremos más tarde, lo performático, comenzaban a diluirse. 

Los escritos de Feldman están llenos de referencias a la pintura (“la música no ha tenido su propio Rembrandt, hemos permanecido como simples músicos”, escribió en una ocasión), de reflexiones sobre la influencia de las artes plásticas en su trabajo, y sobre sus intentos de llevar a cabo las conquistas pictóricas al campo sonoro: “mi obsesión con la superficie es el tema de mi música. En este sentido, mis composiciones no son en realidad “composiciones” en lo absoluto. Uno podría llamarlas lienzos de tiempo. […] Los pintores neoyorquinos, fueron una influencia extremadamente fuerte en mi vida creativa, mucho más que los compositores”. Esta forma de pensar y de vivir, aunque suene a contradicción, viene influenciada por la figura de John Cage, “lo que Cage tiene para ofrecer es casi una especia de resignación. Lo que tiene para enseñar es que, del mismo modo en que no hay una manera para llegar al arte, tampoco hay una manera de no hacerlo”, concluye Feldman. Obras como Jackson Pollock (1950-51), su ciclo Intersections (1951-1953) para diversas plantillas instrumentales, Piece for 4 Pianos (1957), Structures for Orchestras (1962), el ciclo The Viola in My Life (1970-1971), Rothko Chapel (1971), Neither (1975) la (anti-)ópera que hizo sobre un poema de Samuel Beckett, For Philip Guston (1984) de más de cuatro horas de duración, Coptic Light (1985), o su cuarteto final Piano, Violin, Viola, Cello (1987), podrían servir como un posible recorrido para aproximarse a la obra de un creador fascinante. 

En sus textos, que a veces son como crónicas, como un pequeño diario, Feldman narra cómo fue conociendo a las figuras centrales del arte de la segunda mitad del siglo XX. Un día John Cage le llamó a la puerta (Feldman vivía en el segundo piso y Cage en el último), “voy a ver a un joven pintor llamado Robert Rauschenberg. Él es maravilloso, y su trabajo también es maravilloso”.

Robert Rauschenberg es una figura crucial en el arte, su trabajo es una suerte de puente entre el Expresionismo Abstracto y el Pop Art. Obras como su serie de Black paintings (1951-53), o sus célebres Combines (combinaciones): obras en las que los límites de la pintura y la escultura se difuminan a través de la adhesión de elementos desechados, como neumáticos o muebles viejos, sobre un soporte tradicional. Destacan obras como Monogram (1955-59), donde una cabra disecada (que había comprado en una tienda de segunda mano), con un neumático sobre su cuerpo, está colocada sobre dos lienzos en horizontal sobre ruedas; o Bed (1955), donde lo que se cree que es la propia colcha (incluida la almohada) del artista le sirvió de lienzo sobre el que pintar. O sus serigrafías donde combinaba pintura con fotografías de personajes públicos o noticias. “La pintura se relaciona tanto con el arte como con la vida. Intento actuar en esa brecha entre las dos”, afirmó Rauschenberg. 

Para Rauschenberg esa afirmación iba más allá, y en el sentido de intercambio continuo entre los artistas que vivían en Nueva York, en 1966 Rauschenberg, junto al ingeniero Billy Klüver, impulsó un evento fundamental para la realidad artística de la época: las 9 Eveningns: Theatre and Engineering. Nueve noches, nueve actuaciones en las que se combinaba arte y tecnología. Con artistas como John Cage, Lucinda Childs, Steve Paxton, Deborah Hay, Yvonne Rainer, David Tudor y el propio Rauschenberg, entre otros.  

Robert Rauschenberg se convirtió en una figura crucial en la historia del arte estadounidense cuando en 1964 ganó el León de Oro de la 32ª edición de la Biennale di Venezia por sus pinturas serigrafiadas, galardón que fue visto como la confirmación del liderazgo del arte estadounidense sobre el europeo. 

Los años 50 habían preparado el terreno para la explosión de los diferentes movimientos artísticos que se desarrollaría en las décadas siguientes. Los años 40 y 50 habían dado, aparte del Expresionismo Abstracto, a la Generación Beat, un movimiento de escritores, “una generación de hipsters locos e iluminados” como lo definió Jack Kerouac, donde el rechazo a las formas de vida materialistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se mezclaba con la búsqueda de nuevos estándares narrativos, la liberación general (sexual, racial, de género), la experimentación con drogas psicodélicas, o la conciencia ecológica, configuraban los elementos centrales de la cultura Beat. Escritores como Allen Ginsberg, Williams S. Burroughs, o Jack Kerouac, quien afirmó (como si fuera la sentencia de toda su generación) “todo me pertenece porque soy pobre”, fueron algunas de sus figuras principales, con obras como la autobiográfica And the Hippos Were Boiled in Their Tanks (1945) escrita por Kerouac y Burroughs, Howl (1956) de Ginsberg, On the road (1957) de Kerouac, o Naked Lunch (1959) de Burroughs.

Puedes leer “Aullido”de Allen Ginsberg, uno de los grandes poemas de la Generación Beat, en el siguiente enlace: https://www.zendalibros.com/aullido-allen-ginsberg/ 

A su vez, los años 50 en Nueva York serán testigos de otros hitos artísticos como el estreno de obras como Death of a Salesman (1949) una de las grandes obras de teatro de Arthur Miller, West Side Story (1957) de Leonard Bernstein; década clave para compositores como Elliott Carter y el propio Bernstein; el fallecimiento de Jackson Pollock en 1956, una de las figuras centrales del Expresionismo Abstracto; la apertura de la galería Leo Castelli en 1957; y la aparición de un nuevo movimiento artístico: el Pop Art. 

No es de extrañar que una de las grandes figuras, no solo del movimiento Pop Art, sino de toda la segunda mitad del siglo XX, comenzara en la publicidad. Me refiero a Andy Warhol. El Pop Art, se basó en tomar imágenes de la cultura popular, de la televisión, los cómics, y la publicidad, a menudo para cuestionar los valores convencionales propagados por los medios de comunicación. Sus estrategias de apropiación, en muchos casos subversivas e irreverentes, se extendían a sus materiales y métodos de producción, que procedían del mundo comercial. Como ejemplo, se encuentran las ya icónicas 32 Campbell’s Soup Cans (1962) de Warhol, Girl with Ball (1961) de Roy Lichtenstein, o las célebres serigrafías de Warhol de personalidades de la cultura popular como su Double Elvis (1963), donde la misma figura de Elvis Presley (sacada de la película Flaming Star de 1960) se superpone creando una visión duplicada del icónico cantante y actor. Pero el Pop Art es más que imágenes de celebridades y elementos populares que podemos encontrar en los supermercados o en nuestras propias casas, también es, sobre todo, una reflexión sobre el mundo de las imágenes. Como muestra, la serie de Warhol Death and Disaster (1962-64), donde fotografías de accidentes de tráfico, de avión, de sillas eléctricas sacadas de periódicos locales, son los elementos centrales de la pieza (por ejemplo, la obra White Disaster muestra la fotografía de un accidente de coche repetida 19 veces a lo largo de un lienzo de 3 metros). 

La obra de Andy Warhol con su aparente anodina repetición, es una fascinante metáfora de la realidad contemporánea de su (nuestra) época. La repetición en serie, los espacios verdes de las ciudades sustituidos por vayas publicitarias de toda índole que desbordan las retinas, la fama y celebridad, pero también, o sobre todo, nos recuerda la crueldad y la violencia de un mundo abocado a mirar obsesivamente un espejo que le devuelve continuamente la imagen decadente de sí mismo. 

La obra de Warhol es una gran reflexión sobre lo visual. Desde sus primeros trabajos como ilustrador, hasta la aparición de la fotografía, sus serigrafías, después su trabajo en el cine, donde desarrollaba sus screen test, series de vídeos cortos en los que grababa a una persona mirando directamente a la cámara (como si fuese una extensión de sus serigrafías); o las películas que desarrolló desde 1963 a 1965, más de medio centenar de películas, cortos, donde las innovaciones técnicas, en todos los sentidos, eran el denominador común. Películas como Sleep (1963), Blow Job (1963), o Empire (1964) donde a lo largo de 8 horas de duración no se ve otra cosa que el Empire State: el rascacielos entendido como una celebridad más de Nueva York, película con la que Warhol aspiraba “a grabar el paso del tiempo”. Todo ello, unido a sus proyectos posteriores: sus intervenciones visuales con la Velvet Underground, sus polaroids, la revista Interview, o los proyectos televisivos que desarrolló hasta su fallecimiento en 1987 (Andy Warhol’s Tv y Andy Warhol’s Fifteen Minutes), suponen una de las grandes reflexiones sobre la realidad visual entre los artistas del siglo XX. 

Pese a lo que pueda parecer, Warhol estuvo enormemente influenciado por figuras como John Cage, Truman Capote o Yves Klein, quien con sus cuadros monocromáticos, pintados (únicamente) con su icónico azul Klein, unidos a sus performances, influenció a toda una generación de artistas que impulsarían los happenigns y el minimalismo. 

Si el Expresionismo Abstracto americano duró, más o menos, 20 años, el Pop Art se desarrolló en no más de 10 años. Cada nuevo movimiento artístico que surgía parecía comprimirse y estallar en movimientos más pequeños que replicaban el mismo proceso. Por ello, los años 60,  especialmente, pero también los 70, son unas décadas llenas de agitación, experimentación y subversión. En estos años surge el happening (movimiento precursor de la idea contemporánea de performance) de la mano de Allan Kaprow, alumno de John Cage. En 1958 Kaprow escribe un artículo bajo el título El legado de Jackson Pollock (quien había fallecido 2 años antes) en el que, siguiendo la estela de Rauschenberg, aspiraba a un arte concreto hecho con cosas cotidianas. El happening era un juego, una aventura donde no había jerarquía entre el artista y el espectador, “los happenigns son eventos que, sencillamente, ocurren”, explicaba Kaprow quien, en 1959, crea una de las piezas célebres del movimiento: 18 Happenings in 6 Parts.

El happening dotará al artista y al espectador de una libertad casi total, derribando los límites entre disciplinas y artistas. Poco después, George Maciunas fundará el colectivo Fluxus, un grupo dedicado principalmente a las artes visuales, pero también a la música, la literatura, y la danza. Entre ellos encontramos nuevamente a John Cage, Yoko Ono, los compositores James Tenney y  La Monte Young, la cellista Charlotte Moorman, o el compositor y uno de los pioneros del videoarte Nam June Paik. 

Pero como antes habíamos comentado, en los 60 todo empieza a comprimirse y a acelerarse. A la vez que el Expresionismo Abstracto americano con Rothko o Philip Guston daba sus últimos coletazos, que el Pop Art surgía y se transformaba, que el cine underground exploraba los límites visuales, que el happening y el Fluxus rompían (aparentemente) las últimas barreras entre disciplinas, en ese momento, alrededor de 1963, tanto en Los Ángeles como en Nueva York un grupo de artistas estaban exponiendo lo que se denominó por aquel entonces “obras-objeto”, es decir, vigas de madera sin labrar, cajas de metal y plexiglás… Nuevamente materiales cotidianos, simplemente alineados, que creaban secuencias, ritmos visuales. A este nuevo movimiento en 1965 el filósofo Richard Wollheim lo denominó Arte Minimalista. 

Pocos estilos de la música de finales del siglo XX han provocado tanta controversia como el minimalismo. Para sus partidarios, este movimiento lo que intentaba en un principio era restaurar la accesibilidad en el vínculo roto entre el compositor y el oyente. En cambio, para sus detractores, era una música ingenua, “no es mejor que la música pop disfrazada de arte”, decían

El minimalismo en la música comienza a gestarse no en Nueva York, sino en la otra punta de Estados Unidos, en la costa Oeste con el compositor La Monte Young. Aunque cuando de verdad comience a tomar una entereza como movimiento, será cuando Young se traslade a principios de los años 60 a Nueva York y entre en contacto con todo el movimiento Fluxus. Allí creará obras inspiradas tanto por la naturaleza musical como performativa u onírica. Sus Compositions 1960, son una colección de piezas en las que cada una, tiene una serie de instrucciones diferentes: la número 5 requiere que se suelte “una mariposa (o cualquier número de mariposas) en el área de interpretación. Cuando la composición haya terminado, asegúrese de permitir que la mariposa salga volando”; la número 13 pide al intérprete que prepare cualquier composición y “luego interprétela tan bien como pueda”; será precisamente la número 7, una de las más aparentemente convencionales, pero a su vez más radicales, la que asiente las bases primitivas del minimalismo sonoro: dos notas si y fa#, y una breve indicación: “sostenerlas durante mucho tiempo”. 

A esta obra seguirán otras ya célebres como el trío de cuerda The Second Dream of the High-Tension Line Stepdown Transformer (1962) (El segundo sueño del transformador reductor de la línea de alta tensión), perteneciente al ciclo The Four Dreams of China (Los cuatro sueños de China), en la que cada una de sus partes se basaba en diferentes arreglos de un grupo de notas reducido. 

Mientras Young exploraba los límites infinitos del sonido, el compositor Terry Riley se aproximaba a la realidad minimalista desde una visión más “armónica”. Al igual que Young, pronto Riley se sintió atraído por las músicas y conquistas de John Cage. En el Tape Music Centre de San Francisco, por el cual pasarían Pauline Oliveros o Steve Reich, comenzó a explorar las posibilidades técnicas y sonoras de los magnetófonos, siguiendo la estela de la obra Kontakte de Stockhausen. En 1964, tras escuchar al grupo Theatre of Eternal Music en Nueva York, lo comparó con el “el sol saliendo sobre el Ganges”. La impresión que le causó le llevó a trabajar en una pieza instrumental que uniría los ragas hindúes, a bucles que a su vez combinarían diferentes velocidades al mismo tiempo. Sobre 53 modelos de figuración muy sencillos, a cada intérprete del grupo se le indica que pase de una célula rítmica a otra cuando quiera. Basados en la escala de Do mayor (con la inclusión en ocasiones a modo de notas de color del Fa# y Sib). Una pareja de Does agudos abren la pieza y no dejan de sonar hasta el final, de ahí el título que más tarde Riley dio a la obra, In C (en Do) (1964). El día del estreno, en el piano se encontraba Steve Reich, que en 1961 había ido a California a conocer a Riley.

Steve Reich junto con Philip Glass podrían suponer la segunda generación de compositores minimalistas, o los padres del movimiento, tal y como se entiende en la actualidad (pese a que ellos reniegan directamente de esta tipología). 

Steve Reich, tras su experiencia estudiando la música africana, unido a sus continuos estudios rítmicos, le sirvieron para comenzar a definir su voz como compositor. A mediados de los años 60,  y al igual que hizo Terry Riley, Reich empezó a experimentar con sonidos pregrabados que, al superponerlos, y unidos a las imperfecciones técnicas de cada aparato reproductor, producían pequeños desfases entre ambas grabaciones que fascinaron al compositor, tanto, que luego desarrollaría y perfeccionaría esta técnica para incluirla en su música. De esta forma, Steve Reich fue mezclando todo su conocimiento de la música africana con su propia herencia cultural occidental, “lo interesante es cuando la influencia no occidental está presente en el pensamiento, pero no en el sonido”, afirmó Reich. 

De esta etapa surgen obras ya clave de su catálogo como It’s Gonna Rain (1965), Piano Phase (1967), Pendulum Music (1968) o Drumming (1971), Music for 18 Musicians (1974-76) una de sus obras maestras, Three Movements for Orchestra (1986), Different Trains (1988),The Cave (1993), o Double Sextet (2007), entre otras. 

Si Steve Reich había viajado África para estudiar su música, Glass hizo lo propio en India. Previamente, había estudiado en París con Nadia Boulanger, la mítica pedagoga que había sido profesora también de Aaron Copland. Al volver a Nueva York en 1967, Philip Glass comenzó trabajando con el escultor Richard Serra, y posteriormente combinaba su trabajo diario de taxista con la escritura compositiva por las noches. De esta época, destacan obras fascinantes como Music in contrary motion (1969), o Music in 12 Parts (1971-74) de más de 4 horas de duración, su espectacular ópera Einstein on the Beach (1976) realizada junto a Robert Wilson, Glassworks (1981), o la banda sonora Mishima: A Life in Four Chapters (1985), pueden ser un pequeño recorrido para conocer la etapa más interesante de Glass. 

De esta forma llegamos a finales del siglo XX. Los años 70 y 80 no pudieron ser más opuestos en su espíritu. Los 70 culminaban la euforia vital y creativa de una época comenzada 20 años antes, mientras que los 80 se presentaron como una brutal resaca protagonizada para una de las pandemias más agresivas, el VIH/Sida. 

En estos años surge una nueva generación de artistas, los fotógrafos Robert Mapplethorpe y Nan Goldin, los compositores Julius Eastman y Ben Neil, o los artistas Keith Haring, Julian Schnabel, Basquiat, Francesco Clemente, o el artista multidisciplinar David Wojnarowicz, por citar algunos. 

Wojnarowicz es uno de esos artistas con un alto grado de extrañeza que transfiere de manera inequívoca en su obra. Sus diarios, quizá una de sus obras capitales, muestran la dura vida de un joven que miraba a la salvaje América que le tocó vivir con la compasión de los poetas. A los 17 años, como un Rimbaud contemporáneo, abandonó su casa y comenzó a vivir en la calle, a prostituirse para sobrevivir. Las reflexiones de Wojnarowicz de esta etapa, así como las relacionadas con sus viajes de autoestopista a través de la América profunda, o sus incursiones sexuales en el muelle de Nueva York, tienen siempre una pátina de enorme belleza, como si el artista, consciente de la decadencia que le rodea, supiera de las contradicciones de la felicidad, ya que como dijo Baudelaire en la dedicatoria secreta de Los paraísos artificiales, “para digerir tanto la felicidad natural como la artificial, hay que tener primero el valor de tragarla, y quizá sean precisamente quienes merecen la dicha aquellos a los que la felicidad, tal y como la conciben los mortales, les ha hecho siempre el efecto de un vómito”. 

Wojnarowcz morirá en 1992 con 37 años (la misma edad con la que Rimbaud falleció en Marsella casi 100 años antes en 1891) por complicaciones derivadas del VIH. Un final similar encontraron otros artistas como Robert Mapplethorpe, Keith Haring, Halston, Peter Hujar, Paul Thek, y un sin fin de nombres que merecerían ser recordados en este texto. 

Un texto, con el que no se pretende hacer el canon de una época, sino una cronología al azar, personal, de un lugar y un tiempo fascinante, lleno de contradicciones, de errores, de fatales destinos, pero desbordante de vitalidad, de imaginación y libertad conquistadas, de subversión. Porque el arte, a veces, necesita ser salvado de su propia definición. Y recordarnos, como siempre lo hizo William S. Burroughs (parafraseando a Hassan-i Sabbah), que “nada es verdad, todo está permitido”.  

Hasta los perros aullaban

Artículo publicado originalmente en el blog del Auditori de Barcelona.

Pierre Boulez solía decir que la música debe de ser histeria y sortilegio colectivo, violentamente actuales. Esa violencia a la que hacía alusión tenía una única dirección (metafórica), la del artista a la sociedad, aunque, por los años que le tocó vivir, Boulez sabía que lo normal era que ocurriese justamente al revés: de la sociedad sobre el artista.

György Ligeti (1923-2006) nació en una pequeña localidad en el centro de Rumanía, en la mitificada región de Transilvania. Al principio de la Primera Guerra Mundial el Reino de Rumanía se declaró neutral, pero en 1916 decidió formar parte de la contienda con la condición de entrar en la Triple Entente, la alianza franco-rusa, junto con el apoyo diplomático del Reino Unido, entre otros. Detrás de esta decisión se escondía el anhelo de reunir a todas las provincias de mayoría rumana. El final de la Primera Guerra Mundial conllevará una reconfiguración sin precedentes de toda Europa y parte de Oriente, debido a la disolución del Imperio austrohúngaro y el Imperio ruso, permitiendo en 1918 la unión de varias provincias a Rumanía, entra ellas, Transilvania.

Ligeti nace en lo que se conoce como la Gran Rumanía, ese aparente periodo de 20 años de florecimiento económico y cultural. Un adjetivo, “gran”, que escondía en su antónimo la verdadera situación nacional, y que no era otra que la de un territorio en continua disputa política y social. “Cuando era pequeño, vivíamos en un pequeño pueblo de 5.000 habitantes. En invierno, a veces, había animales salvajes, zorros, que rondaban el pueblo. El ambiente era algo peligroso para jugar fuera de casa; por ello, me concentraba en escuchar música”, explicaba el compositor.

Escuchar a Ligeti hablar de su infancia tiene algo de fantasmal; de aquel que mide sus palabras consciente de que, en su formulación, puede residir una suerte de invocación de los terrores del pasado. Terrores que se manifestaban de muchas formas. La naturaleza, lo salvaje, en sus diferentes expresiones, era una de ellas. “Cuando tenía 3 años, mi tía vio que no me gustaban las arañas, así que me obligaba a recoger telarañas con mi madre. Estaba asustado, y aunque mi madre estaba ahí, mi tía me obligaba”, recuerda un Ligeti septuagenario (¿qué mecanismos tiene la memoria para guardar durante casi 70 años ciertos recuerdos y no otros?).

Ligeti provenía de una familia de artesanos y artistas. Su abuelo, Antal Ligeti (1823-1890), era un conocido paisajista y pintor de murales, mientras que el célebre violinista Leopold Auer (1845-1930), a quien Tchaikovsky ofreció estrenar su concierto de violín, pero este lo rechazó por considerarlo intocable, era su tío abuelo. 115 años después, su sobrino nieto compondría uno de los conciertos para violín más importantes del siglo XX.

Sabemos que Ligeti de pequeño pasaba muchas horas en casa. Su imaginación volaba a través de la lectura, la música, pero también de las artes visuales, especialmente el dibujo. Incluso llegó a diseñar el mapa de un país inventado, Kylwiria, con sus islas, regiones y rutas. No es de extrañar que el joven Ligeti fantaseara con un país imaginario, con sus propias leyes y normas sociales, debido a las convulsas tensiones que sufría su país natal.

Su interés por el arte y las prácticas artísticas coincidía con su curiosidad por la ciencia. El padre de Ligeti quería que fuese científico, que aprendiera química, física y biología, pero al joven Ligeti lo que de verdad le apasionaba era la música. En su adolescencia quería estudiar música, como su hermano mayor, Gábor Ligeti, quien tocaba el violín y la viola, pero su padre insistía en la carrera científica. Pese a ello, Ligeti buscó el medio para aprender piano, hasta que su padre accedió y les alquiló uno para él y su hermano mayor, con quien tocaba frecuentemente.

A finales de los años 30 la Gran Rumanía comienza a desmoronarse, primero por las tensiones internas surgidas tras la aparición del grupo fascista, ultranacionalista y antisemita Guardia de Hierro (1927-1941), y en los años 40, primero por las presiones de la Unión Soviética, que obligó a Rumanía a cederle varias regiones, y después por las de Hungría, que seguía manteniendo sus reivindicaciones territoriales sobre parte del país rumano y, gracias al apoyo político, pero también militar de la Alemania nazi, forzó a Rumanía a entregarle el norte de Transilvania (casi 2 millones y medio de habitantes según el censo de 1941), región en la que se encontraba Ligeti. La pérdida de territorio forzó la abdicación del rey Carol II de Rumanía en favor de su hijo, Miguel I,, pero la presión de los partidos tradicionalistas rumanos, sumada a las tensiones con la Guardia de Hierro (que había entrado en el parlamento), hizo que la monarquía se tuviera que apoyar en el mariscal del ejército y dictador Ion Antonescu.

“Solía pensar que sería un gran científico y que ganaría el premio Nobel, descubriría los secretos de la vida y me convertiría en un gran compositor. Cuando cumplí 18 años me di cuenta de que no era posible hacer ambas cosas”, explicó Ligeti. Pese a ello, no fue él quien resolvió la diatriba respecto a su futuro, sino las políticas impulsadas por Hungría. Aunque en 1941, según Ligeti, “no había todavía una gran influencia de los nazis sobre Hungría” (recordemos que Hungría era aliada de Hitler y de las potencias del Eje formado por Italia y Japón), había muchas leyes restrictivas contra los judíos, por ejemplo, para poder entrar a ciertos colegios o universidades. Una de esas leyes afectó directamente a Ligeti, ya que tras aprobar el examen de acceso para estudiar ciencias y matemáticas en la Universidad de Kolozsvár, no le pudieron aceptar porque las leyes obligaban a admitir solo a un estudiante judío. Este hecho hizo que Ligeti se decantara por el conservatorio, el cual, pese a tener las mismas restricciones, decidió no obedecerlas y aceptar a todos los estudiantes.

Mientras escribo estas líneas rodeado de partituras, libros y grabaciones con el particular rictus de Ligeti, no puedo dejar de pensar en sus primeras obras de los años 40 y 50 en relación con las que escribirá a partir de los años 60. Composiciones, las primeras, en las que es fácil determinar la influencia. En cambio, las que vendrán a partir de su salida de Hungría, vienen de un lugar muy profundo. Muy íntimo. Al que solo tiene acceso uno mismo. A veces, ni eso.

Esas primeras obras para piano, como las Cuatro piezas fáciles (1941) que compone un jovencísimo Ligeti de 18 años, Induló (March) (1942), Polifón etüd (Polyphonic Étude) (1943) o el Allegro (1943) para piano a 4 manos, responden a un Ligeti todavía bajo el halo de un Bartók esencialmente folklórico. Obras en las que siempre llama la atención su parquedad, su artificiosa rigidez; un bello trozo de madera esculpido por un artesano que poco después comenzará a moldear nubes.

Mientras tanto, en Rumanía, Antonescu se convierte de inmediato en uno de los principales aliados de Hitler. Durante su mandato, que no fueron más de casi 4 años, y por medio de las atroces medidas antisemitas que impulsó, su gobierno asesinó a más de 350.000 judíos, convirtiéndose en el segundo país que más judíos mató después de la Alemania nazi. Entre esas miles de personas asesinadas se encontraba gran parte de la familia de Ligeti, también su padre y su hermano Gábor, este último asesinado en 1945.

Ligeti, por su parte, consiguió escapar varias veces de lo que sería una muerte casi segura. Las tensiones políticas continuaban, y en 1944 las tropas soviéticas entran en Rumanía y derrocan a Antonescu Transilvania todavía forma parte de Hungría, será así hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. La batalla de Budapest se desarrolla de manera atroz, y tras la caída del Tercer Reich, Hungría es ocupada por las tropas soviéticas y en 1947, junto con Rumanía, Alemania oriental, Polonia, Checoslovaquia y Bulgaria, forma parte del bloque Este de la Unión Soviética.

Analizando el catálogo de obras de Ligeti, vemos que durante 1944, año durísimo, solo aparece catalogada una pequeña cantata, y en 1945, entre otras muchas, una pieza coral en 4 movimientos con un título muy descriptivo Idegen földön (En tierra extranjera). El texto de la primera pieza es igualmente ilustrativo:

En una tierra extranjera

ya estoy lisiado.

Mi corazón se congeló

por gran pena.

No tengo otro lugar a donde ir.

“Mi madre volvió del campo de concentración en abril de 1945, lo cual fue una gran sorpresa porque pensaba que había muerto”, recuerda Ligeti y añade: “Todo pasó muy rápido, pasamos de una cierta vida normal en 1944, a experimentar las deportaciones de judíos, la guerra y la destrucción de los pueblos”.

Tras la guerra, Ligeti tenía únicamente dos posibilidades; ir a Budapest o a Bucarest. “La situación era igual de dura en ambos lugares”, recuerda. La posibilidad de ir al oeste, a París, por ejemplo, no existía debido a la imposibilidad de cruzar las fronteras. Finalmente, Ligeti decide ir a Budapest, donde tendrá que sobrevivir solo, como estudiante. Una de las razones para decantarse por Budapest fue intentar conocer al compositor que más admiraba, Béla Bartók.

“Fui a la Academia de Música de Budapest. Cuando llegué, vi en lo alto del edificio una bandera negra colgada. Fue en ese momento cuando me enteré de que Bartók había fallecido en Nueva York”, era septiembre de 1945. Ese mismo día Ligeti fue admitido a las clases de composición de la Academia de Música junto con otro de los grandes compositores del siglo XX, y uno de sus grandes amigos, György Kurtág.

“Kurtág y yo nos sentimos atraídos e influenciados por la intensa vida artística y literaria [de Budapest]. A pesar de las dolorosas experiencias de la etapa nazi”, explica Ligeti, “ambos estábamos llenos de optimismo juvenil, llenos de esperanza por una cultura húngara moderna. Éramos seguidores de Bartók, y vimos en sus composiciones la base para el desarrollo posterior de una nueva música”.

En 1946 Ligeti escribe uno de sus primeros artículos titulado “Nueva Música en Hungría” (1946). Dividido en tres partes: em>Estilo, Compositores y obras, y Vida musical, Ligeti hace una radiografía de la vida y creación musical de Hungría:

“Hungría está en la frontera entre Oriente y Occidente. Conciliar estos dos mundos siempre ha sido el problema de la cultura húngara. A veces, el resultado era un pálido híbrido, otras, la fusión era exitosa. Lo mismo ocurre con la nueva música húngara. En la obra de Bartók, Bach y Beethoven se mezclan con la música popular húngara, rumana e incluso árabe. Kodály es una mezcla de Palestrina, Debussyy el pentatonismo de Asia Menor. Este estilo hace que aportemos una nota particular a la vida musical europea, que nuestra música contemporánea posea un estilo propio, original. Por lo que podemos hablar de una nueva escuela húngara”.

A este texto le seguirán otros en los que Ligeti analizará y reivindicará la nueva música húngara y rumana, artículos como ¿Qué hay de nuevo en Budapest: música dodecafónica o nueva tonalidad? (1948), así como La búsqueda de la música popular rumana (1950), que es de una “riqueza inconmensurable”, afirma Ligeti.

La vida fue poco a poco mejorando a partir de 1947. La economía fue progresando, y el estilo de vida que había sido suprimido por los nazis comenzó a aflorar nuevamente. “Todo lo que era la cultura moderna —la música, la literatura y la pintura— fue nuevamente tolerado. Era la gran libertad”, recuerda Ligeti. Una gran libertad que no era otra cosa que un espejismo. La sonrisa sardónica del destino.

Hacia el final de 1948 el poder residía por completo en el Partido Comunista. La vida fue mejorando para todo el mundo, no solo para los artistas, pero alrededor del invierno de 1948 Ligeti recuerda que todo comenzó a fundirse y basarse en el miedo, “miedo que derivaba de la posibilidad de enfrentarse al pelotón de fusilamiento, a ser asesinado, ahorcado. Era así de simple”, cuenta el compositor.

Todo lo que representaba la modernidad en el arte —Picasso, Miró, Klee, etc.— fue prohibido por las nuevas autoridades. Pronto la música contemporánea estuvo en el punto de mira. El propio Ligeti, que por entonces tenía 25 años, fue considerado un radical enemigo del pueblo por mostrar en clase una partitura de Stravinsky. Incluso la música de Bartók se puso en cuestión. Los compositores intentaban estar informados de lo que ocurría artísticamente más allá de sus fronteras, pero el bloqueo era demasiado grande.

Analizando cronológicamente el catálogo de Ligeti de esta época, entre 1946 y 1951 la influencia de la poesía y la música popular húngara es fundamental. Aunque muchas de las partituras están perdidas o solo queda el manuscrito, de este periodo destacan obras como el canon a cuatro voces sobre un texto eslovaco Ha Folyóvíz Volnék (1947, rev. 1953), con un impresionante segundo movimiento, que recuerda a esa suerte de piezas mecánicas que vendrán en años posteriores, y Régi Magyar Társas Táncok (Antiguas danzas húngaras) (1949), una de las pocas partituras editadas de esta época para orquesta de cámara, que sirvió como base para el virtuoso Román Koncert (Concierto romanesco) (1951) para orquesta.

Los años 50 son una década clave, no solo para Hungría, sino también para Ligeti. En 1953 muere Stalin. Durante estos años la posibilidad de conseguir partituras de las nuevas creaciones era casi nula. La propia música de Ligeti correspondiente a esta época parece que comienza a tomar una mayor distancia de las bases folklóricas. Ejemplos como la Musica Ricercata (1951-1953) para piano solo, la Sonate para cello (1948-1953) o las célebres 6 Bagatelles (1953) para quinteto de viento son un claro ejemplo de la evolución de Ligeti, que ya se encuentra en su treintena.

En 1956 estalla la rebelión en las calles de Budapest. Revuelta que llevará a la caída del gobierno y a una brutal represión por parte de la Unión Soviética, que continuaría controlando el país, en mayor o menor grado, casi hasta su disolución en 1991.

Pensemos que durante los años 30, 40 y 50 fallecen o son asesinados gran parte de los compositores que habían impulsado y agitado las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX. Alban Berg muere con 50 años en 1935; Maurice Ravel, con 62, fallece en 1937; Alexander von Zemlinsky y Erwin Schulhoff, en 1942; Anton Webern es asesinado en 1945; Manuel de Falla muere exiliado en Argentina en 1946; Richard Strauss , en 1949; Kurt Weill , un año después; Arnold Schoenberg, emblema de una época, muere en 1951, y Serguéi Prokofiev fallece a la edad de 61 en 1953, el mismo día que Stalin.

Esta breve lista traza una cronología de la muerte biológica, pero también representa la brecha que sufrió la creación musical durante estos años. La imposibilidad de conseguir partituras, de estar informado de las novedades en la creación musical, se agrava por la pérdida de estas grandes figuras de la composición. No es de extrañar que la fascinante generación que surge del periodo de entre guerras —Galina Ustvólskaya (1919), Bruno Maderna (1920), Iannis Xenakis (1922), György Ligeti (1923), Luigi Nono (1924), Joly Braga Santos (1924), Pierre Boulez (1925), Luciano Berio (1925), Morton Feldman y György Kurtág (1926), Karlheinz Stockhausen (1928), Toru Takemitsu (1930), Mauricio Kagel (1931), Eliane Radigue y Pauline Oliveros , por citar algunos— acometa el impulso de la creación compositiva desde el grado e intensidad logrados, y en gran medida, por la importancia que tuvieron los encuentros de Darmstadt.

Pese a las restricciones y a las recomendaciones húngaras de no mantener contacto con Occidente, Ligeti mantuvo ya en estos años correspondencia con algunas de las figuras anteriormente mencionadas. En 1956 ya se podían escribir y recibir cartas en Hungría, por lo que Stockhausen se pone en contacto con Ligeti para informarle que el 7 de noviembre, a las once de la noche, se retransmitirán por la radio dos obras suyas: Kontra-Punkte (1951) y, especialmente, su última obra electroacústica Gesang der Jünglinge (El canto de los adolescentes) (1955-1956), una de las primeras obras maestras de la música electrónica.

El canto de los adolescentes de Stockhausen es, como el propio nombre de la obra ya sugiere, una suerte de caleidoscopio sónico en el que las voces humanas se funden con las electrónicas y las ondas sinusoidales (la forma gráfica de una onda sonora) se combinan con las geometrías que crean los fonemas lingüísticos. Debemos hacer un ejercicio de abstracción e imaginarnos lo que sería y significaría para Ligeti, quien tuvo que salir del refugio en el que se encontraba para poder acceder a la retransmisión radiofónica en su edificio, escuchar esta obra en el Budapest ocupado, con los tanques soviéticos patrullando las calles, y las explosiones estallando aquí y allá. Esa situación excepcional tuvo que impregnar sin duda ese canto creativo, que es la obra de Stockhausen. “Me dejó una gran, gran impresión musical”, remarca Ligeti. “De repente entré en contacto con todo un estilo de música que nunca antes había escuchado”.

Pese a que los primeros experimentos, muy primitivos, del uso de elementos sonoros o electrónicos con pretensiones artísticas se remontan al siglo XIX, y especialmente a ciertas vanguardias de comienzos del siglo XX, como el futurismo, las primeras obras en cinta y lo que podemos considerar como los inicios de la música electrónica datan de los años 40 con Pierre Schaeffer y Pierre Henry, y lo que se definió como Musique concrète (música concreta), creaciones desarrolladas a través y por medio de sonidos del mundo real. En 1951, en Colonia, se crea el primer gran estudio de música electrónica, por el que pasarán Stockhausen, Kagel e incluso el propio Ligeti creando obras, y que servirá como modelo para la creación de estudios similares en otros países y continentes.

Antes de su salida de Hungría y, sobre todo, de su estudio de la música electrónica, cabe destacar una de las primeras grandes obras de Ligeti, su Cuarteto de cuerda n.º 1 “Metamorfosis nocturnas” (1953-1954), que supondrá el final de su autodenominado estilo “prehistórico”. Este cuarteto muestra ya un compositor mucho más maduro, todavía con la influencia de Bartók presente, pero en el que comienza a coagularse (sí, la música tiene que ver mucho con la sangre) una visión particular que estallará en los años 60.

Pese a que no quería dejar Hungría, Ligeti no podía soportar ese clima en el que “toda la población se sentía rehén”; por ello, toma junto con su esposa Vera la determinación de intentar cruzar la frontera. Bajo la apariencia de normalidad, los trabajadores del ferrocarril ayudaron a centenares de personas a escapar. Cada noche se informaba desde cuál de las cuatro estaciones de Budapest salía el tren que pararía en secreto cerca de la frontera. El 10 de diciembre de 1956, Ligeti y Vera abandonan Budapest en uno de esos trenes. A 60 kilómetros de la frontera, el tren es detenido por policías militares rusos, quienes comienzan a detener a toda la gente. Debido a que no tienen personal suficiente, varias personas consiguen escapar y refugiarse en un pueblo cercano, entre ellos Veray Ligeti. Escondidos en la oficina de correos pasarán la noche, hasta que a la mañana siguiente un tren los llevará, por fin, a la frontera. Por la noche cruzarán a pie un campo de minas, aparentemente desminado el año anterior, para llegar finalmente a Austria. Al día siguiente, el 13 de diciembre, un coche los llevará a Viena, donde Ligeti vivirá el resto de su vida.

Este es un momento clave para Ligeti, no solo en términos vitales y políticos, sino también artísticos. Con 33 años pone fin a un aislamiento cultural que ha durado casi toda su vida adulta y creativa. Atrás queda un nutrido registro de 103 composiciones, muchas de ellas perdidas o incompletas, pero a través de las cuales, y del juego infinito de espejos que siempre supone la admiración creativa a un artista anterior, Ligeti ha adquirido una técnica y una base sólida para poder formar parte de las vanguardias europeas a las que descubrirá durante estos años.

Unos meses más tarde, en el mismo estudio en el que Stockhausen creó El canto de los adolescentes, que tanto le impresionó, Ligeti creará sus dos únicas obras electrónicas acabadas: Glissandi (1957) y Artikulation (1958).

“Hay una característica importante que diferencia los sonidos electrónicos de los sonidos instrumentales y vocales. Los sonidos instrumentales y vocales tienen timbres específicos que varían solo dentro de ciertos límites […]. Por el contrario, es posible variar infinitamente el espectro sonoro de los sonidos producidos electrónicamente”, escribe Ligeti en su artículo A propósito de la música electrónica, publicado en 1961, en el que desgrana el desarrollo de la música electrónica durante los años 50. “Como manifestación acústica, los sonidos generados electrónicamente y los sonidos instruméntales o vocales no son diferentes en naturaleza: todos resultan de las vibraciones del aire”, concluía.

El encuentro de Ligeti con las posibilidades electrónicas es una de las experiencias más relevantes de las que se dieron entre los creadores y creadoras y las nuevas formas de expresión tecnológicas durante la segunda mitad del siglo XX. Le doy ese grado de importancia no por lo que supuso creativamente para Ligeti en el campo preciso de la creación electrónica, sino por el mundo sonoro que le permitió conquistar en el campo de la música instrumental y vocal.

Recuerda el compositor y musicólogo húngaro András Szőllősy (1921-2007) que Ligeti, ya desde su juventud, soñaba con una música totalmente estática:

“Era algo inusual para nosotros, que crecimos conociendo la música de los grandes maestros como Beethoven, Mozart, Bach… Su música está siempre viva, en continuo desarrollo, mientras que Ligeti siempre soñó con música estática, sin ningún movimiento. Tienes que darte cuenta de que estoy hablando de 1956, éramos todos todavía muy jóvenes”, explica.

“Fue en algún momento del invierno de 1950”, cuenta Ligeti. “Estaba solo en la calle, en Budapest, y tuve una visión. Lo llamo visión, aunque fue una visión acústica: una nueva música que no tenía melodía, ni ritmo, ni armonía. Totalmente estática. Yo tenía 20 años en ese momento”. Esa visión sonora se convertiría en 1956 en su obra Víziók (Visiones), en la actualidad perdida, que sirvió como base para dos de sus primeras obras para gran orquesta: Apparitions (Apariciones) (1958-1959), y Atmosphères (Atmósferas) (1961). Dos obras en las que Ligeti, por medio de sus experiencias con la electrónica, pero también del encuentro e influencia de Stockhausen, Boulez, Koenig o Kagel en Colònia, explora su sueño de juventud de una música inmóvil.

Son dos obras absolutamente espectaculares, compuestas por un creador, no lo olvidemos, que 3 o 4 años antes se encontraba aislado tras un metafórico pero efectivo telón de acero cultural. Si la influencia de Darmstadt es más evidente en Apariciones, el sueño de una música radicalmente estática cobra todo su sentido en Atmósferass. A través de estas obras Ligeti desarrolla el concepto de “cristalización armónica”, un proceso de pensamiento armónico interválico que difiere de la armonía tradicional. A través de laberínticas texturas interválicas, Ligeti crea una compleja red sonora polifónica, “lo que está en la partitura es polifonía, pero lo que se escucha es armonía”. Muy pocas veces antes una agrupación instrumental sinfónica había sonado así, quizá en el Renacimiento, con la música de Johannes Ockeghem (ca. 1410-1497). Este anhelo de una música inmóvil tendrá su culminación en Lontano (1967) para gran orquesta, en la que en lenguaje depurado Ligeti lleva al extremo su ideal sonoro estático.

A estas primeras obras de los años 60 seguirán otras como em>Fragment(1961) para orquesta de cámara, en la que fragmentos estáticos se combinan con otros rítmicos; la espectacular Volumina(1961-1962) para órgano y de casi 20 minutos de duración, una de las 3 obras que Ligeti compuso para órgano y con la que experimenta con la escritura gráfica. En Volumina, Ligeti hace uso (como una vez más el título delata) con los volúmenes y el color de los diferentes registros de un órgano, eludiendo recurrir a los parámetros convencionales con los que estructurar el tiempo en una obra: melodía, ritmo y armonía. A través del empleo de lo que denominó “clusters móviles”, Ligeti crea masas de sonido que se van sucediendo como las olas en el mar, una tras otra, superponiéndose, sucediéndose, solapándose. Étude Nº 1 pour Orgue “Harmonies” (1967) y Étude Nº 2 pour Orgue “Coulée” (1969) continúan con la idea del tiempo estacionario, inmóvil. Son obras, al igual que algunas de sus piezas de orquesta, en las que Ligeti nos presenta el instrumento, en este caso un órgano, escuchado durante siglos, de una forma nunca antes oída, como un enorme instrumento industrial con el que parecen fabricarse masas de sonido, nubes artificiales de ondas que se liberan al espacio.

Si en Harmonies Ligeti se aproximaba a la idea de sonoridad inmóvil, en Coulée lo hace a través de un continuum rítmico. De la misma forma, unos años antes surge su célebre Poème Symphonique (1962). Del recuerdo de su infancia aparece una de sus obras más singulares: el Poème Symphonique para 100 metrónomos. Cuando era pequeño, al lado de su casa vivía un matrimonio en el que el marido era meteorólogo. La casa, recuerda Ligeti, estaba llena de relojes, barómetros y demás aparatos de medición. La experiencia de decenas de relojes en marcha, con su infinito tictac, quedó grabado en la memoria acústica de un jovencísimo Ligeti que, años después, en 1962, inauguraba una serie de “obras mecánicas” (como él mismo las definía) con una obra compuesta para 100 metrónomos con la que continuaba en su afán por la música estática, en este caso, con decenas de metrónomos marcando rítmicamente un tempo definido, pero obteniendo como resultado, a través de la repetición, sus añoradas sonoridades continuas, estáticas.

Los años 60 son una década fundamental, no solo para Ligeti, sino para el arte a nivel mundial. En Francia, la Nouvelle vague enfoca otra forma de hacer y ver el cine; Yves Saint Laurent funda su propia casa de moda con la que revolucionará la moda femenina; en Brasil, el Cinema Novo aspiraba a mostrar las contradicciones de la realidad brasileña, a la vez que la bossa nova ponía ritmo y armonía a una Latinoamérica cada vez más asolada por las dictaduras; Estados Unidos abrazaba definitivamente el pop art, el fluxus y el cine experimental; y el accionismo vienés, a través de radicales performances, hacía explotar por los aires los significantes y significados del arte. Una vez más, una cronología al azar de las muchas que tomaron los artistas y el arte durante esta década.

Es en estos años cuando el teatro musical, concepto asentado en los límites difusos entre lo vocal, teatral e instrumental, cobra más fuerza con obras como Theater Piece (1961), de John Cage; Don Perlimplín (1962), de Maderna; Passagio (1961) o Laborintus II (1965), de Berio, o el monumental “misterio da camera” La Passion selon Sade (1965), de Bussotti. Ligeti hace su incursión en este “género” con sus denominados “mimodramas”, en los que el absurdo (en el sentido de Ionesco) parece dominar la escena. De esta exploración surgen dos obras claves del género: Aventures(1962) y Nouvelles aventures (Nuevas aventuras) (1962-1965), ambas para voces y un pequeño conjunto instrumental, con las que Ligeti recorre y experimenta todas las posibilidades vocales. Incluso, como ya hacía de pequeño con la invención de mundos y mapas, crea un lenguaje inventado que sirve para sus intereses musicales.

Estas dos obras serán fundamentales para la composición de una de sus grandes obras y pieza referencial de la literatura musical del siglo XX, su (anti)ópera Le Grand Macabre (1974-1977), con libreto de Michael Meschke y el propio Ligeti, basado libremente en la obra Le ballade du Grand Macabre (1934) del dramaturgo belga Michel de Ghelderode (1898-1962). Le Grand Macabre es el anuncio del final de los tiempos. El “miedo a morir”, como diría Ligeti, a través de una combinación de miedo y humor. “Desde mi juventud, era algo querido para mí temer el fin del mundo. Esos cuadros de Brueghel y el Boscome impactaron desde que era niño. Esta obra, que puede considerarse un réquiem, es mi revuelta contra los nazis y los comunistas”, explicó Ligeti.

Le Grand Macabre es su única ópera, aunque Ligeti también se refiere a ella como su segundo réquiem. En 1953 Ligeti acometió la escritura de un réquiem para orquesta, coro y solistas, el cual se encuentra perdido. Diez años después, entre 1963 y 1965, Ligeti compone finalmente su primer réquiem, con libreto suyo, y con el subtítulo de “acción músico-dramática en 14 cuadros”. El Rèquiem es una composición en la que Ligeti incorpora, recordando su pasado, “sentimientos de odio, de miedo, pero también sentimientos siniestros y demoníacos”, aclara.

Estructurada en quatre moviments (Introitus, Kyrie, De Die Judicii y Lacrimosa), Ligeti porta al món del que és espiritual la seva tècnica de núvols estàtics, combinada amb el seu profund coneixement de l’obra i les tècniques compositives d’Ockeghem. El resultat és una obra colpidora en què la part instrumental i la vocal es fonen per mostrar-nos l’horror a la mort. Aquella que Ligeti va veure tan de prop massa vegades.

Junto con las obras ya comentadas de los años 60 y 70, también cabe destacar su Concerto pour violoncelle et orchestre (1966), el Quatuor a cordes Nº 2 (Cuarteto de cuerda n. 2) (1968), Ramifications (1968-69) para 12 cuerdas solistas en la que una parte del grupo tiene una afinación mínimamente diferente de la otra, creando una disonancia expresiva muy particular, o el Kammerkonzert(Concierto de cámara) (1969-1970), una de las obras de repertorio para los ensembles y conjuntos de cámara contemporáneos.

A partir de los años 80, Ligeti parece volver la mirada al pasado, al suyo propio, y su lenguaje comienza a cambiar drásticamente. Encontramos obras con un gran componente lúdico como em>Hungarian Rock (1978) para clavecín, los Magyar Etüdök (Estudios Húngaros) (1983) para coro mixto, y los imponentes Études pour piano, Livre 1(1985), Livre 2 (1989-1990) y Livre 3(1995), en los que el jazz (N.º 13, No 13, L’escala del diable), el recuerdo de otras épocas y personas (No. 8, Fém), y su propio devenir como compositor (N.º 10, El aprendiz de brujo) se mezclan de manera singular. Estos estudios, junto con suConcerto pour piano et orchestre (Concierto para piano y orquesta) (1895-1888), suponen uno de los conjuntos de obras para piano más importantes de finales del siglo XX.

Desde 1990 hasta su fallecimiento en 2006, Ligeti compondrá 8 obras entre las que se encuentran su formidable Concierto para violín (1990), en el que vuelve al folklore de Rumanía y Hungría, y Hamburgisches Konzert (Concierto de Hamburgo) (1998) para trompa y orquesta de cámara.

Los problemas de salud que empezó a arrastrar desde los años 80, se fueron incrementando hasta que en sus tres últimos años de vida, Ligeti acabó en una silla de ruedas. Falleció en Viena, a la edad de 83 años, el 12 de junio de 2006.

En 1907, el gran poeta y escritor rumano Tudor Arghezi describe en el Pròleg del llibre dels paisatges una sublevación popular ocurrida a principios del siglo XX cerca de la región en la que creció Ligeti. Así lo tradujo Pablo Neruda:

En el año milnovecientos siete,

en una noche del mes de Marzo,

desde Hodivoy de pronto surgió al cielo,

desde Flaminzi y desde Stanislesti,

una gran llamarada.

Los cirios y las antorchas se encendieron

a lo largo de todos los caminos

como si fuera Pascua de Resurrección.

¡Todo era luminarias y candelas!

Igual que en nuestra casa, en el altar

arde un botón de fuego

encima de una vela:

la luz que se consagra a los iconos.

De aldea a aldea se extendió

el fuego sobre el trigo acumulado

y parecía un juego aquel incendio

pasando de graneros a castillos.

Seguiría la fiesta,

un requiem por los muertos?

Hasta los perros aullaban, locos!

Socórrenos, Señor! ¡El pueblo se amotina!

Ligeti vivió durante su vida en diferentes lugares. En regiones que un día formaban parte de un país, y al día siguiente eran de otro. Naciones que se partían y repartían como si de un extraño puzle se tratara. Pero al final, la sensación que me queda es que, al igual que sus mundos inventados, Ligeti tomó la música como su verdadera nación. Ese país en el que se hablan y combinan lenguajes diferentes; que lo desconocido se abraza desde el interés por lo(s) otro(s); que ese país es el sonido.

Que es uno y muchos.

Como Ligeti. Que fue uno. Y como su música nos demuestra, a la vez, cientos.

Y el silencio ya estaba allí

 
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Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine.

En la actualidad, todo se reduce a la mirada, y por tanto, a lo que la alimenta: las imágenes. La realidad contemporánea se desenvuelve en la dialéctica de las imágenes. Hay redes sociales con un límite de caracteres, incluso, hay una red social centrada principalmente en eso, en la “comunicación” por imágenes. El alfabeto se está viendo paulatinamente arrinconado por el desarrollo de la comunicación digital; en un primer lugar por la abreviatura de palabras (“xq”, “k tal”) de la mensajería rápida, y desde hace un tiempo, por los gifs o emoticonos -nuevamente imágenes. 

El «lenguaje de las redes», como se ha definido en un intento vacuo de otorgar solidez “poética” a lo que simple y llanamente es el empobrecimiento léxico y comunicativo de nuestra sociedad, es un elemento más de esta transformación que la tecnología está produciendo en la comunicación, pero no en términos informativos (que también) sino, y especialmente, en nuestra comunicación individual. 

Toda nuestra vida se filtra a través de las pantallas: nos informamos a través de una pantalla (televisor u ordenador); nos comunicamos (este texto es un ejemplo perfecto de ello, así como de la contradicción contemporánea); nos entretenemos y trabajamos; nos socializamos, nos enamoramos, e incluso desarrollamos nuestra actividad sexual gracias a las interacciones producidas a través de una pantalla. Se utiliza mucho la metáfora de la ventana para referirse a lo que simple y llanamente es la frialdad de la distancia generada por la tecnología. Una ventana que ciertamente nos permite observar, conocer, pero la cual nos imprime la ilusión de un hecho ficticio, a través de una (ilusoria) proximidad digital que se traduce en la corporeidad de la individualidad, de la soledad, en última instancia. 

El confinamiento al que se ha visto sumida nuestra sociedad, nos ha obligado a desarrollar nuestra vida diaria a través de la lógica tecnológica (la cual no surge de forma abstracta de ese espacio mitificado que es la “red”, sino que responde, y esto no hay que olvidarlo, a unos intereses políticos muy medidos). Dicha lógica pone en evidencia de forma radical, que la diferencia orgánica entre el individuo y la tecnología, antes y durante la pandemia, es casi mínima. 

El ámbito cultural, por ejemplo, en el que la relación con el público/receptor es tan determinante, se ha visto reducido (tristemente) a la lógica digital. Son numerosos los vídeos que recorren la red de instrumentistas que, en un ejercicio kitsch de virtuosismo digital, han interpretado piezas conjuntamente desde sus domicilios, elevando la lógica retorcida de la red (no estás solo si en tu pantalla tienes a alguien) a la práctica musical. Ejercicios disfrazados de generosidad, de solidaridad, sí, pero para con uno mismo, ya que todo el mundo quiere mostrarse, quiere ser visto por el otro. Lo “otro”, una figura tan abstracta como perversa que, convertida ya en la idealización suprema del concepto de masa, nos aboca individualmente, siguiendo la terminología de Alain Brossat, al gesto prostitucional contemporáneo: «uno tiene que exponerse para ser visto, ser visto para ser reconocido, y ser reconocido para poder venderse»1.

De esta forma, parece ser que la comunicación es la obsesión durante este estado de reclusión obligatoria. Los artistas deben ser comunicativos, pues ahí parece radicar la naturaleza de nuestro trabajo (?), y qué mejor lugar para hacerlo que en la red, un espacio tan indeterminado como (aparentemente) infinito en extensión y posibilidades; un agujero que no rechaza nada, en el que todo se aprovecha en un suerte de personificación digital de lo que se ha convertido el término “cultura”: un espacio en el que se acepta todo, nada se discrimina porque precisamente ahí radica su lógica, en la aparente pluralidad de aceptar todo para neutralizar todo; o en otras palabras, la personificación de la lógica capitalista en el (empobrecido) área de la práctica creativa. 

En mi opinión, esta situación ejemplifica la falta de pensamiento crítico entre los creadores actuales (tanto los que crean como los que recrean), y evidencia la supeditación del arte a las inercias dominantes de la sociedad actual. Interpelamos a la masa porque somos parte de ella. Si la gente quiere ver a unos músicos tocando una obra por su webcam, lo hacemos; si los vídeos de gente tocando en sus balcones tienen éxito, lo replicamos; si la gente sube vídeos interpretando obras desde sus casas, igualmente, lo repetimos. «¿Pero qué hay de malo en eso?», podrán pensar algunos, «vivimos un momento extraordinario que necesita respuestas extraordinarias», podrán argumentar otros; o quizás otra persona deduzca, a través de la duda (de la mirada), que todo esto no son más que gestos, bufonadas, que no hacen otra cosa que banalizar y reducir a la definición más básica de entretenimiento, la actividad y necesidad creativa de un sector muy incomprendido y precarizado, el cual tristemente, será uno de los que más vaya a sufrir el embate (económico) de la nueva realidad que se generará tras la pandemia. 

Pero no nos preocupemos; la red nos permite esconder esas deficiencias de nuestro colectivo invitándonos a ser participes, a sumarnos -por medio de nuestro trabajo “creativo”- a esa comunidad de individuos que desarrollan su empatía de forma digital; visibilizarse para no ser visto, ayudando a la perversión del estímulo que se ejecuta de manera despiadada en nuestros dispositivos digitales; reducir, en última instancia, nuestra mirada y nuestra escucha, nuestro ojo y nuestro oído, a un mero órgano corporal. Por ello me pregunto, entre el desasosiego y la esperanza: ¿cuál es nuestra responsabilidad como creadores, como artistas?¿Cómo podemos mantener la naturaleza de nuestra realidad artística sin sucumbir a las tentaciones de las (nuevas) sociedades digitales? 

Si convenimos que el cine trata sobre la mirada, enseñándonos a mirar; la música, en consecuencia, hace lo propio con la escucha. Como decía al comienzo de este texto, actualmente estamos acechados por las imágenes; nuestra mirada está hostigada continuamente por imágenes banales, las cuales no pueden servir como sustituto del trabajo artístico, reflexivo e íntimo, surgido de las experiencias vitales e intelectuales de una persona o de un colectivo determinado. Trabajo, no lo olvidemos, que tiene su fin en la dialéctica/generosidad con el espectador, con el otro (no con “lo” otro); una mirada (del artista), que genera algo (la obra), que concluye en otra mirada (del espectador). 

He preferido sustentar mi argumento en la imagen, y por tanto en el cine, ya que la música por su realidad abstracta es más esquiva a la hora de ejemplificar estas contradicciones a las que nos vemos (irremediablemente) abocados. Ahora más que nunca, el confinamiento parece no dejarnos más opción que traducir nuestra rutina a los códigos y medios digitales, viendo con asombro que una vez más, importa más el qué, que el porqué; interesa más el hacer algo, sea como sea (gesto prostitucional), que el razonamiento que nos conduce a hacerlo (reflexión artística). Conviene más sumarse a la moda de las grabaciones caseras, que reflexionar sobre la naturaleza de nuestra práctica artística en una anomalía como la actual (como sí han hecho, y esto hay que reconocerlo, una minoría esperanzadora de colectivos y creadores). Se valora más el generar contenidos que el esfuerzo por reducirlos. Cuando todo el mundo está hablando a la vez, en vez de callarnos y ejemplificar la base de nuestra disciplina musical: la escucha, nos sumamos a esa cacofonía de (absurdo) contenido en la que se han convertido las redes sociales en las últimas semanas. 

Nuevamente, una situación extraordinaria como la actual ha servido como revulsivo para evidenciar la decadencia que la realidad artística contemporánea arrastra desde hace mucho tiempo. Ese silencio que ahora recorre nuestros espacios habituales de trabajo: nuestros teatros, nuestras salas de concierto, nuestras librerías, nuestros cines… es el mismo silencio que había cuando todavía estábamos allí, convocándolo con nuestras acciones mientras sucumbíamos poco a poco a las lógicas implacables del consumo. 

El silencio, como el sonido, ha perdido todo su valor. La urgencia de la vida contemporánea arrasa con todo, y la música parece haberse convertido en enemiga del elemento que la organiza: el tiempo; por ello, creo que es el momento en el que los artistas, los creadores, nos deberíamos apartar; alejarnos del ruido digital para acercarnos al silencio de las calles; aprovechar este extraordinario momentos de pausa para cultivarnos, para complejizarnos, y poder interpelar en el futuro a la sociedad que surja tras el (triste) paréntesis que supone este virus. 

Si ahora es el momento de la sanidad, estoy convencido que después será el momento de los artistas; de aquellos que con sus ideas acertadas o equivocadas nos sigan convocando a pensarnos diferente; que continúen mostrándonos que las certezas se derriban con una mirada, con un sonido, con una palabra; que podamos, en definitiva, seguir recorriendo el rastro de sus intentos, porque sus sueños, serán nuestra esperanza. 

 1 Brossat, Alain. El gran hartazgo cultural. Madrid (2016)

El oído extendido

 
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Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine.

Una partitura desconocida, en su primer contacto, nos sumerge en la oscuridad de su conocimiento. Al descifrar su codificación (lenguaje), poco a poco la luz comenzará a surgir, para finalmente encontrarnos con la realidad que transciende el código, que nos volverá a sumergir en la oscuridad del enigma de lo inasible, de aquello que no se puede reducir a las geometrías limitantes del lenguaje. 

Este juego de luces, es al que sucumbimos los intérpretes a la hora de afrontar el estudio de una obra. La hoja de una partitura puede transmitir una gran cantidad de información con un simple vistazo a su apariencia, al detalle o ausencia del mismo, al ordenamiento de los símbolos, de la grafía musical sobre el pentagrama. El posterior estudio de la obra determinará la veracidad de ese sentimiento, pero un primer vistazo nos puede aportar mucha información. Acto, por cierto, al que el oyente está excluido. 

En las últimas semanas he estado ocupado en el proceso de estudio de 5 obras que he estrenado recientemente. He abierto cada partitura consciente de que soy una de las primeras personas que la ven y la oyen, aunque esa escucha, es todavía una escucha especulativa; hay que modelarla a través de la lógica imperfecta (grafía=censura) del análisis musical, para luego abstraernos de ella para entender el gesto musical y trasladarlo a los ensayos de la forma más clara y concisa, donde nuevas propuestas de visión de la obra surgirán por parte de los intérpretes; el propio espacio arquitectónico de la sala de ensayo y de concierto generará nuevas realidades sonoras que deberán ser controladas, evitadas o moldeadas por el intérprete. 


Son los instrumentistas y el director, los verdaderos oídos del oyente tanto en cuanto son los generadores y responsables de la materia sonora que se presenta ante el público en cada concierto. Su interpretación se basa en el trabajo realizado durante los ensayos, pero la experiencia respecto a la estética que se está trabajando es fundamental para entender y poder expresar de la forma más fidedigna posible, lo que el compositor ha querido, y aquí, es donde todo nuestro planteamiento musical hace aguas. 


Siempre se habla de la problemática de la música contemporánea y el público -casi todos mis textos giran (in)conscientemente sobre ello-, ignorando que uno de los principales problemas es la falta de sensibilidad de los intérpretes, que tienen que defenderse y expresarse a través de un lenguaje y unos condicionantes técnicos y sonoros que les son ajenos, y en muchos casos, indiferentes. ¿Nos imaginamos el resultado de una obra teatral o cinematográfica en la que ninguno de los actores y directores cree, entiende o, incluso, respeta? Este hecho, que llevado a otras áreas interpretativas cobra la singularidad de esperpento, en la música contemporánea se da con demasiada regularidad. 

Es cierto que el reto sonoro que supone para los oyentes lo es y lo ha sido también para los intérpretes, incluso para aquellos que trabajan regularmente con los creadores actuales. Cada creador es un mundo en sí mismo, de ideas, referencias, gustos e intereses, por ello, estas dificultades se incrementan cuando los intérpretes no tienen la experiencia ni el interés necesarios para sobrepasar esos elementos. Este hecho no es una problemática del siglo XX o del actual, la confrontación entre los intérpretes y los avances musicales ha sido una máxima que se ha repetido a lo largo de la historia de la música, pero creo que en la actualidad, este hecho se está acentuando notablemente. 


Si analizamos objetivamente la educación musical en España, el período histórico en el que se centra la enseñanza (interpretativa, técnica, estética, teórica…) del intérprete actual, se reduce a un lapso de poco más de 200 años, que abarca del siglo XVIII a principios del siglo XX. Por supuesto, hablo en términos generales, hay muchas excepciones tanto en el profesorado como en el alumnado que rebasan, por ambos extremos, este límite temporal, pero en general, los músicos conocen a Stravinsky y no tienen ni idea de Webern; están relativamente familiarizados con Vivaldi pero no saben nada de todas las niñas y mujeres que, dentro del convento della Pietá, le inspiraron y defendieron su música con sus interpretaciones; admiramos y elevamos el trabajo microtonal de Ligeti mientras ignoramos las obras microtonales que el compositor mexicano Julián Carrillo ya había realizado 40 años antes. Esta inercia crea un vacío cultural y aboca a ese intérprete a algo que es muy peligroso: la pérdida de la capacidad de asombrarse, de enriquecerse por lo desconocido y no por aquello en lo que encontramos, al fin y al cabo, nuestro propio reconocimiento. 


El sistema educativo musical español, en todos sus niveles, debe hacer un profundo ejercicio de reflexión y autocrítica, y dejar claro que en los conservatorios lo que se enseña es a dominar un período concreto de la historia de la música, el cual, por otra parte, es el que explotan los ciclos y las orquestas sinfónicas en sus temporadas. 

¿Por qué no puede comenzarse la enseñanza musical por la actualidad, e ir “avanzando” hacia el pasado? Lo que hace una persona cuando coge por primera vez un instrumento es tocarlo intuitivamente, produciendo sonidos sin ningún tipo de condicionamiento técnico o cultural. Se toca sobre el puente en los instrumentos de cuerda, se aprietan varias teclas a la vez, se producen sonidos con las llaves o de aire en los instrumentos de viento… Muchos de estos gestos instintivos con el instrumento, han sido y son utilizados por los compositores del siglo XX y en la actualidad; dichos gestos, con el paso del tiempo se han elevado a la categoría de técnica, y ya no se presentan ante el intérprete con la naturalidad virginal del primer contacto con el instrumento; ahora hay que superar las barreras del condicionamiento cultural, temporal y estético, que en los conservatorios y en los ciclos sinfónicos se imponen. 

En el proceso de enseñanza, en todos sus niveles y estamentos, el orden y la longitud y riqueza de nuestra historia musical hace que nunca quede tiempo para hablar, con la profundidad necesaria, de las (numerosas) evoluciones musicales del siglo XX y el siglo XXI. Esto es equiparable a si en la enseñanza de un idioma, se comenzase a explicar cómo se hablaba ese idioma en la época barroca y sus diversas transformaciones (erosiones) hasta llegar a las puertas del siglo XX, y ahí se terminase la enseñanza, sin tiempo para explicar cómo se habla y se construye esa lengua en la actualidad, dejando al alumno mudo, aislado en su propio anacronismo léxico, sin posibilidad de comunicarse con sus semejantes. 


Así es como acabamos los músicos al terminar nuestra formación musical, mudos, aislados; como intérpretes reproductores de una época pasada, como futuras gramolas humanas que respondan a las exigencias de las políticas económicas, de las entradas de las salas de concierto; del sistema, en definitiva, que rige con mano de hierro la vida musical. 


Nostalgia del futuro

 
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Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine.

Se discute mucho sobre la situación de crisis del arte, o siendo más concisos, de la creación musical actual y la sociedad. ¿Pero y si la verdadera cuestión residiese, precisamente, en que esa crisis que debiera existir, no existe como tal? En la actualidad, el contexto artístico/musical no está en crisis -entendida como ese (necesario) estado de inconformismo, de búsqueda, de cambio-. En la actualidad no existe esa confrontación de ideales estéticos o creativos, sino simplemente una confusión entre el receptor y el emisor, entre los que no se dirigen a ningún sitio y los que (simplemente) se mueven, pensando que el mero movimiento ya es una dirección.

Nos encontramos en un barrizal en el que a lo que llamamos crisis, no es más que al acto de seguir con la cabeza fuera del agua, continuar respirando pero semihundidos, como el perro de Goya, pero en nuestro caso agradecidos de, por lo menos, mantener la cabeza a flote. 

La confusión es de tal magnitud que nos lleva a no darnos cuenta de que nuestra crisis no se basa en el qué o el porqué hacer (creativamente hablando), sino en el cuándo y dónde. Necesitamos una crisis que (nos) incomode, que nos obligue a replantearnos constantemente la realidad y necesidad de nuestra actividad desde la base puramente creativa/artística, que el fin en sí mismo no sea hacer/crear un producto que pueda ser absorbido y neutralizado por un sistema, sino las nuevas coordenadas que surgen del proceso de búsqueda; coordenadas que nos conduzcan a un nuevo resultado, aquel que en el momento de aparecer conlleve su propia negación y, por tanto, nos impulse a comenzar de nuevo. 

No se trata de que debemos estar en crisis, se basa en que debemos llevar a la sociedad, en términos estético-artísticos, a un estado de crisis continua. Una crisis donde se planteen nuevas formas de ver, de escuchar, en definitiva, una suerte de catarsis que ponga en cuestión el statu quo de nuestra realidad contemporánea. 

La duda, ¿cuántas veces vemos dudar en público? En cuántas obras sentimos las dudas del creador, los espacios grises que ni ellos mismos saben explicar el porqué de su existencia, pero que son esos elementos y no otros, los que hacen que esa creación adquiera una pátina de extrañeza, de anomalía, de singularidad. Por ello, convendría en un ejercicio de honestidad, dejar claro que el arte, en sí mismo, no es necesario ni fundamental; se dice: “el teatro es necesario”, depende, “la literatura es necesaria”, depende, “la música es necesaria”, una vez más, nuestra respuesta debe adquirir un carácter de equidistancia: depende. Depende del ejercicio de sacrifico en base a un contexto de crisis al que el creador deberá adentrarse y del que surgirán cosas, de las cuales sí que me atreveré a definir como necesarias. Necesarias no por sí mismas, sino por lo que se desprende de ellas.

La crisis en la que nos encontramos se basa en habernos convertido (sí, nosotros) en figurantes de una narración prefijada, de una simulación. Todos cumplimos (consciente o inconscientemente) con el cometido social de nuestro papel; desde el personaje reaccionario, pasando por el indiferente, hasta el intelectual que ensalza la necesidad de un arte radical. 

Todo y todos delimitan, con sus imposturas e interpretaciones, el terreno de juego. Todo se desarrolla dentro de los límites controlados, nada ni nadie se sale del guión porque, ¿qué hay más allá de los límites de la narración? Los límites, como el entorno, los marcan los extremos, por tanto, ¿podemos suponer que existe una suerte de influencia, por mínima que sea, entre los extremos? ¿Qué ocurriría si, de repente, todo el mundo estuviese interesado en el arte más radical (¿entendido como aquel que intenta ir más allá de los extremos?), en las propuestas más experimentales? ¿Haría esta nueva situación (social/cultural) que los artistas cambiasen su estética? El silencio se impone; y llegados a este punto, sinceramente, me interesan más las preguntas que las respuestas. 

Esto me conduce a proponer otra cuestión: ¿cuál es el sonido contemporáneo? La pregunta es tan ingenua que hasta puede parecer ridículo realizarla, pero creo que es interesante proponerla. ¿Cuál es el sonido que marca el avance, la transgresión a una nueva etapa estética/sonora? ¿Es un sonido el que lo delimitará con su llegada, o es el elemento posterior: la dialéctica/confrontación con el oyente el que dota a ese sonido con el adjetivo de novedoso? En definitiva, ¿es el creador, el oyente, o la obra misma, la que concede la confirmación de una evolución? Cuantas más preguntas surgen, más pertinente parece cuestionarse sobre la realidad del (posible) “sonido contemporáneo”. Vemos los intentos de los compositores por crear nuevos sonidos, no reflexionando sobre la pura realidad sonora (como por otra parte siempre han hecho los artistas sonoros) sino por el juego, en muchos casos, entre expectación, memoria y resultado. Un claro ejemplo es el piano preparado. Ante nosotros: un piano de cola; la imagen sonora ya resuena en nuestros oídos (memoria), pero del interior del instrumento surgen sonidos que no se relacionan con nuestra memoria sonora del instrumento. Un piano que suena “electrónico”, “metálico”, “roto”... En definitiva, un piano que imita otros sonido ya existentes, pero aún así, el juego nos resulta atractivo, novedoso, y lo aceptamos y usamos en nuestras obras, pero sin darnos demasiada cuenta de que lo que estamos haciendo, a nosotros mismos, es un juego de ilusionismo, un trampantojo sonoro con el que rehuir la verdadera cuestión: ¿cuál es el sonido contemporáneo, el correspondiente a nuestro tiempo?

En el siglo XX ha sido, sin genero de dudas, el sonido electrónico. Salto hasta los años 50 y, concretamente, a la música electroacústica; si analizamos las composiciones de entonces con las de ahora, es evidente que ha habido una evolución (más en algunos autores y autoras que en otros) pero en realidad, esa libertad que supuestamente debe dar el descubrimiento de un nuevo campo sonoro, se ha ido traduciendo con el paso de los años en un cliché sonoro; una vez más, un nuevo personaje dentro de la narración prefijada. La  práctica de la electroacústica no se ha normalizado dentro de la creación musical, solo hay que ver la gran cantidad de compositores/as que no tienen la escritura con sonidos electroacústicos como una herramienta más de sus creaciones, y los que sí que la utilizan, parecen incapaces de salirse del cliché sonoro creado por los y las grandes creadoras del siglo XX… por ello, es lógico que la imagen cinematográfica, pese a que nace más o menos a la par que los medios sonoros de grabación y reproducción, no se haya incorporado, en pleno 2019, con normalidad a la escritura contemporánea. Aquellos compositores que lo hacen, se los denomina como novedosos, rupturistas con la imagen tradicional de compositor, pero ese alago se convierte en un crítica ácida del entorno creativo al que hemos llegado, y al que todos, por acción u omisión, hemos contribuido a construir.


2

La creación de nuevas sonoridades implica, forzosamente, la creación de un nuevo tipo de escucha, que se extiende a su vez, a una reflexión del espacio performativo, arquitectónico, programático… En otras palabras, un desmoronamiento de un tipo de realidad por otra(s).

Esta combinación entre el supuesto sonido contemporáneo y la influencia de las imágenes en la sociedad actual, me lleva a plantearme si es posible conseguir la imagen de un sonido, y no me refiero únicamente al aspecto científico de recoger fotográficamente una onda sonora, sino si es posible sustituir un sonido -siguiendo de manera opuesta la intención de Bresson- por una imagen u otro medio visual. Este planteamiento, nos lleva inevitablemente a replantearnos qué significa la escucha, y ampliar la concepción de escucha física, es decir, aquella por la que recibimos un estímulo sonoro por medio de una onda sonora que impacta, físicamente, contra nosotros, a otra, de carácter más ontológico, que plantee qué es lo que hace que un sonido sea un sonido, ¿la escucha del mismo, la propia vibración, nuestra consciencia de ello?

Nunca antes en la historia, el ser humano había estado tan en contacto con lo sonoro como en la actualidad, y con “lo sonoro” me refiero precisamente a todas las fuentes sonoras que conocemos: desde el sonido artificial de las ciudades contemporáneas, hasta las diversas fuentes sonoras que reproducimos y creamos a través de los medios electrónicos, hasta el (cada vez más mermado) sonido de la naturaleza o el que emitimos los humanos para comunicarnos. Es muy habitual ir por la calle o en el transporte público y observar como cada persona se auto-aísla en una escucha individualizada por medio del uso de auriculares u otros medios de reproducción, en medio del propio sonido de la ciudad. Tapamos el sonido con sonidos; vivimos y nos socializamos en un laberinto de sonidos superpuestos, nunca antes habíamos estado en una situación de estimulación sonora como la actual, y ello nos conduce a la paradoja de que nunca el silencio, cuando llega, había sido tan ruidoso. 

Nos encontramos en una crisis de estímulos; hay tantos elementos que nos estimulan continuamente que poco a poco nos volvemos insensibles a ese elemento. Ha pasado con la violencia, con las imágenes, con el lenguaje, o con la pornografía; y ahora está ocurriendo con el sonido. ¿Qué debe hacer el arte o los artistas a este respecto? ¿Debemos sucumbir a la inercia de la sociedad o por el contrario podemos responder con una nueva forma de escucha?

Mi posición es la de actuar, comenzando por cuestionar la realidad actual que nos conduzca a una nueva forma de escucha, radical y totalizadora, que nos vuelva a conectar con el poder del sonido. Quizás ha llegado el momento de plantearnos que el concepto de sonido, ya no es únicamente un elemento físico-acústico, sino que su (nuestra) evolución nos ha liberado de su justificación científica, para conducirnos a una nueva significación que transcienda su naturaleza física; por ello, podemos plantearnos que nuestro sonido contemporáneo, el correspondiente a nuestro tiempo, quizás no venga a través de una onda sonora, es decir, un nuevo sonido que no se perciba por el sentido auditivo sino que sea a través, o por medio, de una transfiguración de los sentidos, y por tanto, de los elementos que los afectan. Una nueva frontera llena de oscuridad por iluminar. 

Hace más de 100 años parecía casi imposible que existiera un mundo de posibilidades fuera del sistema tonal, y lo había, dando material para todo un siglo de creaciones. Quizás, es el momento de plantearnos que puede que haya un campo de actuación, más allá de lo propiamente sonoro; un futuro libre y sincero con su tiempo. Un futuro, del que ya siento nostalgia. 


El futuro de la música no es musical

 
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Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine.

Hace 10 años Ivo Mesquita, comisario de la 28ª edición de la Bienal de São Paulo, anunció que ese año, una gran parte de salas de la Bienal iban a estar vacías, no se iba a exponer nada. Este gesto -para algunos radical, para otros dictatorial-, suponía una suerte de reinicio, de respuesta a la progresiva falta de conexión entre los abstractos discursos y propuestas de los comisarios y gestores culturales, con las dinámicas y direcciones del propio arte. 

De 2 bienales que existían cuando la Bienal de São Paulo se inauguró en 1951, a las casi 200 existentes en 2008, Mesquita propuso crear una bienal destinada a la reflexión. Una bienal que sirviese para intentar aclarar cuál es el papel de la bienal -proveniente del concepto de salón francés del siglo XVIII-, en el siglo XXI, y que por otra parte, nos dirige a intentar aclarar cuál es la función del arte, de los artistas, y del público, en el contexto globalizado del siglo XXI. 

En la historia de la música se habla mucho de la aparición en el siglo XVIII del concepto de artista -independizado creativamente del mecenas-, pero poco se analiza la emancipación del público del artista. Hace unos meses encontré en Twitter un tuit del escritor y crítico musical Paul Griffiths, en el que se preguntaba: “¿cuál es la condición de una cultura que produce gran música para la cual no tiene uso?”.

La creación musical contemporánea ya no es demandada, ni requerida. Reside en los extremos de un diseño social y cultural que responde a otras necesidades. La creación musical subsiste de manera parcial gracias a su inserción en el (cuestionable) sistema educativo musical. Digo parcial porque: ¿qué ocurre cuando los y las compositoras, los creadores actuales, abandonan los centros educativos musicales? ¿Qué función deben asumir -independientemente de su supuesta necesidad creativa-, en el contexto social/cultural? ¿Qué demanda la sociedad actual, en definitiva, de los creadores actuales?

Quizás, podríamos revertir la cuestión y preguntarnos si realmente no hay demasiados creadores/as, fabricando (que no creando) material para ser consumido por un sistema, pero no por una sociedad. Existen demasiadas obras que escuchar, demasiados textos que leer (empezando por este mismo), demasiadas imágenes que ver. Todo ello nos dirige inevitablemente a la violencia del estímulo. Una marea constante de información y material -confusa y saturada a partes iguales-, en la que todo tiene cabida y nada se desecha. En este sentido, el sociólogo y filósofo francés Jean Baudrillard afirma que la hipervisibilidad constante de artefactos artísticos en nuestra sociedad, es una manera de exterminar la mirada: 


Mi punto de vista es antropológico, y en este sentido el arte ya no parece cumplir ninguna función vital; lo afecta el mismo destino de extinción de valores, la misma pérdida de transcendencia.1

 

Estas declaraciones definen perfectamente la situación de colapso actual, si no fuera porque fueron hechas hace 22 años, concretamente en una entrevista que Le Monde  realizó a Baudrillard en 1996.

La situación, como demuestra la vigencia de estas declaraciones, no ha mejorado, sino todo lo contrario. En la actualidad, gracias y pese a la tecnología, todo el mundo puede subir sus vídeos a internet, sus imágenes, sus creaciones musicales, sus textos… El concepto social y artístico de lo que antes se entendía por creador/a se ha visto transformado radicalmente en los últimos 20 años. Qué sentido tiene, me pregunto, seguir componiendo música, grabando discos, haciendo conciertos… en la época de la saturación digital. La realidad musical ha sido transformada radicalmente, y por ello tenemos que cuestionarnos qué futuro nos espera.  

HACIA EL LÍMITE 

El futuro de la música no es musical. ¿A qué me refiero cuando utilizo el término futuro? El futuro, cada vez es más predecible y previsible al encontrarse sistemáticamente estructurado y organizado bajo las premisas impuestas en cada contexto sociocultural. El futuro está supeditado por el presente, o mejor dicho, desde esa realidad contaminada -por el pasado y el futuro-, que llamamos presente; pero de acuerdo con Derrida, existe otro “futuro”, el real, que el filósofo franco-argelino lo define como l’avenir: aquello que llega sin esperarse, de manera imprevisible; aquello, de lo que todavía no somos capaces de predecir su llegada. 

Esta derivación de futuros sugiere que nuestro sistema social, se desarrolla en base a una conciencia servicial a una organización temporal (el futuro) desprovista de sus cualidades definitorias, y dando como resultado dos marcos temporales: el futuro y lo futuro, que articulan nuestras sociedades.

Si atendemos a esta diferenciación de futuribles -con especial atención a la finalidad de cada uno de ellos-, nos daremos cuenta que la mayoría de oyentes (en el campo de la música), de acuerdo con la sociedad actual, rigen sus gustos estéticos a el futuro (organizado), como repetidor de prácticas presentes; mientras que el creador tiene que aspirar a destinarse hacia lo futuro (l’avenir), lo que no se conoce. Este choque de existencias futuras es una de las problemáticas más importantes entre el público y la creación actual, en especial, en la música de nueva creación. 


En este punto, es necesario volver a la pregunta que Paul Griffiths lanzaba en su cuenta de Twitter: “¿cuál es la condición de una cultura que produce gran música para la cual no tiene uso?”; esta pregunta nos obliga a cuestionarnos de qué forma el arte, o en el caso de este texto, la creación musical contemporánea, es capaz de influir/interferir (de alguna manera) en la sociedad actual. 

El filósofo y crítico de arte Boris Groys analiza en su texto La Verdad del Arte2, los diferentes tipos en los que el arte es capaz de influir en el mundo en el que vivimos, y que resumo a continuación: 

1. El arte puede cautivar la imaginación y cambiar la conciencia de la gente: si la gente cambia, cambiará el mundo.

2. Arte como propaganda: para ser usado como propaganda, tiene que gustar al público.

3. Cambiar el mundo del arte, no produciendo mensajes, sino produciendo objetos.

4. Aspirar a un arte entendido como tecnología y no como ideología: crear nuevos ambientes que cambien a la gente a través de su inserción en ellos (Bauhaus). 

Los dos primeros puntos, pero de forma más radical en el primero de ellos por su carácter comunicativo, requiere de un parámetro ineludible para el correcto fin de su función: el receptor de esa realidad artística debe compartir el lenguaje del creador, de otra forma será imposible desarrollar una comunicación viable. En el punto tres se comparte el lenguaje, y en el cuarto -inspirado en las vanguardias del siglo XX como la Bauhaus, el constructivismo ruso o De Stijl-, el cambio viene por medio de la transformación del entorno del público, en una suerte de pensamiento más artístico-tecnológico, o como explica Groys:

Si a uno se le compele a vivir en un nuevo circundante visual, uno empieza a recordar su propia sensibilidad y a aprender a disfrutar de ello […] como fue el caso de la Torre Eiffel, por ejemplo.

Llegados a este punto, y tras analizar las posibles vías del arte como elemento transformador de la sociedad, debemos cuestionarnos si el arte tiene derecho a hacer eso mismo, o dicho de otra forma, si el arte es capaz de ser un medio de verdad para liderar, supuestamente, las transformaciones individuales y sociales. 

Si el arte o la música es ciertamente un medio de verdad, entonces su validez no se basa en una mera cuestión de gustos -y aquí entramos en el difícil terreno de decir qué es y qué no es arte o música, hecho que excede el cometido de este texto-, aún así, si el arte no fuera verdad y se tratara únicamente de una cuestión de gustos, el público, el oyente, se volvería más importante que el propio creador, derivando en la paradoja existente con la realidad musical actual: el público demanda, los gestores articulan y el creador asiente. 

ACTUALIZACIÓN

Vivimos -siguiendo con la terminología de Baudrillard-, en el simulacro continuo, y el arte no es ajeno a ello. La creación contemporánea se desarrolla en torno a una suerte de espíritu propagandístico. Se juega a saltarse las reglas siguiendo las propias normas, como ha ocurrido recientemente con la obra autodestruida de Banksy. 

El ámbito creativo musical se encuentra en un momento de comodidad perversa en el que, al igual que la situación parvularizante de la sociedad, muchas de las creaciones musicales actuales no son más que reciclajes, fetiches sonoros; el eco sordo de una actitud radicalmente conservadora.

Sinceramente, no creo que los y las compositoras, que los creadores actuales de cualquier disciplina deban cuestionarse antes de crear una obra si con ella quieren transmitir verdad, o si aspiran a cambiar el mundo a través de ella. A lo que creo que tienen (¡tenemos!) que aspirar es a la subversión, a enfrentarnos con el estado de las cosas, es decir, con el statu quo, ya que en el campo de la música, el término “musical” ha perdido toda su significación. 

Existen concursos televisivos musicales, hilos musicales que nos acompañan continuamente, apps musicales, hay cientos y cientos de colectivos, haciendo cosas totalmente opuestas y de los más variados niveles, que se autodenominan musicales. Obviamente, esto no es una cuestión que afecte exclusivamente al adjetivo “musical”; desde el nacimiento de una lengua, ese lenguaje se va transformando, evolucionando, erosionando -como diría Ortega y Gasset-, pero desde hace unos años, se esta produciendo una degradación del lenguaje, en el sentido de la desconfiguración de significados, por ello, los agentes que habitaban ese significado perdido, deben ser conscientes de que son ellos/as, y no otros, los que deben actualizar su significación. 

Con este panorama en el que el ámbito musical sufre una decadencia paulatina, acentuada y acelerada por la realidad tecnológica, los diferentes actores que intervenimos en la práctica de la música tenemos que cuestionarnos hacia dónde nos dirigimos, y entender que el futuro de la música, no puede ser musical. Debe aspirar a actualizarse, a ser otra cosa que ese futuro heredado (organizado) por el pasado. Cuando todo tiende a simplificarse, desde el arte debe aspirarse a la complejidad, porque si pensamos que esta desconfiguración del lenguaje es arbitraria y surge de forma natural por la propia evolución de las sociedades, creo que nos encontramos en un gran error, ya que en este caso, viene de la desarticulación (consciente) y la falta de interés en el ámbito artístico y cultural. 

Los contextos activan o desactivan a sus habitantes -la arquitectura es muy consciente de ello-, de la misma forma que una obra puede contener respuestas o interrogantes. Pero si lo único que hace el contexto es desactivar los significados, y el arte se desactiva creando objetos fetiche reciclados, entonces ya no habrá futuro, habrá un presente extendido persistente en la negación de la (necesaria) realidad creativa, la ancestral, la que llega hablando un lenguaje extraño. Aquella que no se la espera, pero que tras su llegada, nada vuelve a ser igual. 

1 Baudrillard, Jean. El complot del arte. Ed. Amorrortu (Buenos Aires). Pág. 100.

2 Groys, Boris. The Truth of Art. e-flux, Journal 71, marzo 2016. 


Hacia un exilio figurado

 
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Artículo publicado originalmente en Sonograma magazine. 

 

1

En el arte existe una ansiedad manifiesta proyectada en cada objeto, en cada acto o idea. Una ansiedad enmarcada -en el mejor de los casos, por una huida y una búsqueda. Una huida de donde se viene (de donde nunca se fue); que a su vez se convierte en una búsqueda; quizás de una/otra verdad (¿acaso importa?), que fundamente, la mentira de ser verdad -como diría Adorno1; o simplemente que se convierta en el combustible para seguir huyendo; ya que en la huida siempre hay una pérdida, y por tanto una transformación, una evolución. 

¿Cuántas veces hemos oído que el camino se hace al andar? La idea del camino, de la vía, como una suerte de metáfora de las estéticas creativas existentes (actuales y pasadas). Los caminos son bidireccionales (a veces incluso unidireccionales), se crean para trazar una línea segura por la que atravesar cierto paraje, para volver sobre él, para repetirlo. El camino, dota al caminante de seguridad (“otros ya han estado aquí”), por ello, toda esa seguridad que se desprende nos obliga a cuestionarnos: ¿realmente un creador necesita de caminos?

Nadie (o casi nadie) parte de la originalidad absoluta en el sentido literal de la palabra. Todos estamos influenciados (acechados) por el pasado; a veces como figura histórica, otras envuelto en ese término multiusos que es la tradición, y otras, como única fuerza generadora del entorno (camino) sobre el que sustentar las prácticas futuras. ¿No es esto, al fin y al cabo, un juego de fantasmagorías entre el hecho (acontecido) y la incógnita (del acontecer)? 

Esta cuestión interpela, de igual manera, al que crea, como al que recrea. En uno de sus ensayos, Morton Feldman aseguraba que para que el arte triunfe, su creador debe fracasar2. Quizás ese fracaso representa el exilio del creador en un intento -quién sabe si fructífero, por escapar de la cartografía existente, de ese gran mapa de influencias que es la historia.

La historia del arte es un gran mapa, un enorme laberinto de impulsores e impulsados (¿realmente no somos/estamos todos impulsados?), como muestra el gráfico que Alfred H. Bart hizo en 1936 para explicar la evolución (el mapa) del arte moderno:

Portada del libro "Cubism and Abstract Art" (1936) de Alfred H. Barr

Portada del libro "Cubism and Abstract Art" (1936) de Alfred H. Barr

2

Pero vayamos un poco más allá. ¿Quién crea los caminos? ¿Quién los dota de su singularidad como vías a seguir? El primer caminante nunca es el que hace el camino; el camino -y por tanto su condición como tal, lo hacen los que vienen detrás, a veces, sin que el primero sepa o sea consciente de que está atravesando, siendo el impulsor, de una nueva vía. ¿Acaso Cézanne fue consciente de la influencia que su nueva forma de representar -de mirar, iba a tener en los artistas posteriores? Si analizamos su biografía sabremos lo aislado que vivió, no sólo en términos físicos, sino también estéticos (exilio); los insultos y desprecios que sufrió su obra hasta casi el final de su vida, no hicieron que abandonase su particular mirada. Se vio obligado, por tanto, a abandonar el camino que su entorno consideraba correcto, y con esta ruptura y en su exilio estético, Cézanne asentó las bases -como muestra el gráfico de Barr, para el desarrollo y evolución del arte moderno. 

“El creador debe fracasar”. Cézanne (para algunos de sus contemporáneos) fracasó, erró en su (supuesta) obligación de seguir el camino preestablecido; y en vez de ello, decidió eludir la inercia existente, y dirigirse hacia el no-camino.

En los diarios de Kafka (exponente de la ansiedad de encontrarse fuera del camino), concretamente en su diario de 1910, hay una serie de fragmentos de un relato que nunca llegó a gestarse; en uno de esos fragmentos3, Kafka narra -con su bella elocuencia, una situación que describe muy bien el sentimiento del no-camino:

 

"[...] el que realmente se nos presenta como el ciudadano más perfecto, es decir, el que navega por el mar en un barco, con espuma delante y una estela detrás, es decir, con grandes influjos en su entorno, tan distinto al hombre que está sobre las olas con sus cuatro tablones que, además, entrechocan y se hunden los unos a los otros [...]"

 

Esa inestabilidad a la que Kafka hace referencia -por medio de su imaginería literaria, con esos tablones (plural) chocando, no es otra cosa que la representación de la duda (“se hunden los unos a los otros”), de la incógnita que supone la contradicción que representa la evolución. 

Hay un momento relevante, por lo que se desprende, en el documental “This is not a film” (2011) del cineasta iraní Jafar Panahi. El documental recoge un día en la vida de Panahi (quien se encontraba bajo arresto domiciliario durante la grabación del documental), mientras está a la espera de una sentencia que le va a prohibir realizar películas durante 20 años, conceder entrevistas y abandonar el país. En esta situación, a Panahi se le ocurre una forma de esquivar esa prohibición. Con el guión de la película que le habían prohibido filmar, y con la ayuda de un amigo suyo que lo graba todo (el también cineasta Mojtaba Mirtahmasb), Panahi recrea varias escenas de la película, explicando los diferentes planos, y dramatizando él mismo -guión en mano, diversas secuencias. En un momento determinado, deja de narrar y se queda pensativo, cabizbajo. Mirtahmasb le pregunta qué ocurre, a lo que Panahi -con cierta frustración, responde: “si podemos contar una película, para qué hacerla”. 

La duda de Panahi me hace pensar -salvando las distancias, en las reflexiones de Bresson sobre el cine, concretamente en su relación con el sonido: “¿y si pudiera reemplazar todas las imágenes por sonidos?”. En ambas reflexiones reside -en diferentes grados e intenciones, la ansiedad de la duda; la necesidad de erosionar la inercia (pasado/tradición) y su consecuente fuerza polarizadora entre los elementos que hacen (ilusoriamente) distintivo cada disciplina.   

 

3

¿Y si el camino se (debe) deshace(r) al andar? 

Nunca antes en la historia, nuestra biblioteca ha sido tan amplia; tan rica en conocimiento y estudio de creadoras y creadores durante siglos, de infinidad de obras, de estéticas, de ideas. Cuanto más se descubre, más se impone la necesidad del conocimiento, pero, ¿a qué nos estamos refiriendo exactamente cuando hablamos de conocimiento?¿No es verdad que está relacionado, principalmente, con la relación del individuo con todo lo acontecido, con el pasado (colectivo)? 

En el ámbito artístico, el pasado (camino) no significa lo mismo para el público que para el creador (compositor o intérprete). El público reside en el camino; el creador, debe evadirlo (exilio). De igual manera, la necesidad de conocimiento -como una suerte de brújula con la que orientarse, no puede ser igual para el público, como para el creador, ya que para el creador puede suponer los muros del camino, de una vía que ha llegado a un callejón con una única salida: volver por donde se ha venido. 

Es cierto que la información, la historia, puede ayudarnos a imaginar el futuro; pero no es menos cierto que la historia y el conocimiento que se desprende, están intrínsecamente ligadas (dirigidas) hacia el pasado. 

¿Y si con tanta información, con tanto conocimiento que necesitamos saber, no nos quedase tiempo de pensarnos a nosotros mismos? 

A este respecto, Benjamin en 1933, en su texto "Experiencia y Pobreza", tiene un párrafo en el que ejemplifica este sentimiento de colapso4: 

 

"[Los hombres] no siempre son ignorantes o inexpertos. Con frecuencia es posible decir todo lo contrario: lo han devorado todo, la cultura y el hombre, y están sobresaturados y cansados.”

 

Mi crítica -y sospecha, sobre el pasado; reside en la (misma) sospecha y desconfianza que la sociedad actual mantiene con lo futuro; sobre todo en el ámbito de la creación artística. De ese rechazo a la extrañeza, a la sorpresa (también a la fallida); a la novedad, en definitiva, que supone todo intento de avance. Precisamente fueron todos esos sentimientos, por los que el escritor surrealista René Crevel, admiraba a Paul Klee, y que dejó patente en un bello texto escrito en 19305: 

 

"Todo lo que has traído de los abismos se revela digno, en transparencia, de los peces dentellados. Los cangrejos, sí, también los cangrejos tienen alas. Un pintor ha abierto los puños y, de entre las luces de sus dedos, increíbles aves se han escapado, que ahora pueblan sus telas. [...] La obra de Klee, es un museo del sueño."

 

El creador mantiene un juego de tensiones, de lucha constante; pero no con su obra, sino con el entorno, con la necesidad (quizás inconsciente) de deshacer el camino por medio de su evasión, de dirigirse hacia el (utópico) no-camino; es precisamente en ese gesto de huida, del que se desprende, del que surge su obra. Una obra gestada en el vórtice de la fantasmagoría temporal. De un abismo figurado, al que todos debemos caer. 

 

  • 1 Adorno, Theodor W. Minima Moralia. Madrid (1987), (pág. 224).

  • 2 Feldman, Morton. Pensamientos verticales. Argentina (2012), (pág. 51).

  • 3 Kafka, Franz. Diarios (1910-1923). Barcelona (1975), (pág. 14).

  • 4 Benjamin, Walter. Experiencia y pobreza, (pág. 3)

  • 5 Pérez Segura, Javier. Imágenes de lo invisible. Madrid (2006), (pág. 16-17).

Source: http://sonograma.org/2018/04/hacia-un-exil...

¿Y si la revolución ya no es suficiente?

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Artículo publicado originalmente en Sonograma magazine. 

 

1

Vivimos entre los muertos; en constante relación con la pasión pasada, con la revolución traicionada o perdida (pocas veces ganada). En continua reflexión sobre quiénes fueron, para saber qué somos.

Los intérpretes nos sentimos cartógrafos de territorios ya explorados, escudándonos en la valentía de quienes se atrevieron a contradecir su presente, para crear uno nuevo.

En la actualidad, los músicos nos estamos automomificando, y con nosotros, todo el sistema de la música clásica. Me pregunto: cuántas veces a lo largo de una vida puede soportar un músico tocar la Quinta sinfonía de Beethoven, La Bohème, o el Concierto para violín de Tchaikovsky. Son obas magníficas, meritorias sin ninguna duda del lugar que ostentan en la historia de la música, pero al igual que muchas otras composiciones, las hemos colocado en unos pedestales tan altos, que ya no somos capaces de ampliar y/o renovar nuestro horizonte musical, estético.

Tenemos una relación enfermiza con el pasado. No hemos sabido suministrar la gran ola de información y material que es la historia; suministrarla para saber conjugarla con el presente, con la actualidad, con lo actual. A este respecto, solo hay que comprobar los datos: en 1782 un 11% de los compositores programados por la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig habían fallecidos, el 89% restante, eran obras de compositores vivos. Casi 100 años más tarde, en 1870, el porcentaje de compositores fallecidos programados había aumentado del 11% hasta el 76%[i]. No es necesario añadir que en la actualidad esa cifra roza, en muchos de los conciertos de un gran número de agrupaciones sinfónicas del mundo, el 100%.

Parece ser que, como ya se apunta desde finales del siglo XX, la música se va repartiendo en espacios estancos, cada vez más independientes y aislados de lo que hasta el siglo XX se acostumbraba. Vivimos en la era de las etiquetas, todo tiene cabida en su respectivo espacio. Al igual que las músicas se van fragmentando en grupos y subgrupos (música antigua, popular, siglo xx, clásica contemporánea, jazz, etc.), las agrupaciones hacen lo propio; en vez de aspirar a crear una suerte de cadena trófica musical –donde cada eslabón obtiene su razón de ser del nivel inmediatamente precedente, que ayude al mantenimiento y mejora del ecosistema cultural. Ya casi el clasicismo junto con el barroco, es un repertorio restringido a las agrupaciones historicistas, las orquestas sinfónicas se están relegando al repertorio romántico y a cierto repertorio de la primera mitad del siglo XX, mientras que la música contemporánea es (un incierto) cometido de una amalgama de agrupaciones de distinta envergadura (dúos, ensembles, cuartetos de cuerda, tríos….).

Es precisamente en este último eslabón de la cadena en el que me quiero centrar: en las agrupaciones de música contemporánea, para intentar dar respuesta a qué es, o debe ser, una agrupación centrada en la creación musical contemporánea.

 

2

Para poder sostener ciertos argumentos, antes debemos intentar resolver qué significa que algo sea contemporáneo.

Ser contemporáneo puede ser entendido como algo inmediatamente presente, o con-temporáneo puede significar también -como apunta el filósofo y crítico de arte Boris Groys, estar “con el tiempo”, más que “en tiempo”:

El arte parece ser verdaderamente auténtico […] cuando es capaz de capturar y expresar la presencia del presente de tal manera que es radicalmente incorrupto por tradiciones pasadas o estrategias que esperan ganar éxito en el futuro.[ii]

En el mismo artículo, Groys contrapone sus definiciones con otra del filósofo franco-argelino Jacques Derrida, quien afirma que el presente está originariamente corrupto por el pasado y el futuro, y que existe siempre una ausencia en el corazón del presente[iii].

Conjugando ambas afirmaciones –como si de un ejercicio de alquimia se tratase, me veo interpelado por la siguiente cuestión: ¿y si la obra creada, organizada y confrontada con las tensiones de la realidad, nunca llegase a tener la fuerza y el impulso radical de la primera idea (si es que se puede llamar así), de ese germen que surge incontrolablemente? Por ello –analizando el proceso evolutivo de la creación de una obra, el momento de la aparición de la primera idea, es el momento verdaderamente contemporáneo; el resto, cuando la obra es finalmente presentada o exhibida, pertenece irremediablemente al pasado.

Quizás son los propios creadores actuales los únicos que perciben lo que significa verdaderamente -durante ese mínimo lapso entre el impulso de la idea y el resultado creativo confrontado con las limitaciones de la realidad, el arte contemporáneo. Por tanto, para ser fieles a lo que podemos considerar como el significado más fidedigno de contemporáneo, la obra debería estar en continuo estado de mutación, radical y (utópicamente) libre; pero entonces ya no estaríamos hablando de una obra, o la obra, estaríamos hablando –siguiendo la terminología de Derrida, de una “procesión de presentes”, y otorgando, a su vez, todo el poder semántico a la (difusa) definición de arte vivo.

La técnica (entendida como adquisición de conocimiento), representa la libertad y la censura; de la misma manera que el entorno cultural, social y económico en el que se adquiere y desarrolla.

El germen, al que antes me refería, se traduce orgánicamente por el artista (el creador), quien utiliza una serie de códigos y convenciones para traducirel gesto efímero (el germen), en algo estructurado, en algo, por naturaleza, limitado (finito), ya que como Derrida explica: “en el momento que hay una inscripción, hay necesariamente una selección y, en consecuencia, una censura, una exclusión”[iv]. Pese a que esta afirmación está hecha en referencia a la escritura, y siendo consciente de las diferencias que hay entre la creación musical (con sus intermediarios) y la escritura, creo que existen elementos que podemos trasladar al ámbito de la creación musical.

En la historia de la música es muy evidente el esfuerzo de muchos compositores por intentar evadir o reducir las limitaciones de la notación musical. Igualmente interesante es observar como, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, la notación musical (la grafía), se ha visto transformada en pro de crear una partitura más fiel a las ideas originales (gesto musical), y que por otro lado, coincidió temporalmente con el creciente interés de muchos compositores por las cualidades (más o menos controladas) de la improvisación, dotando al intérprete de mayor libertad por medio del uso de estructuras compositivas móviles, que dieron como resultado lo que se denominó como música aleatoria.

Por esa misma época surge el llamado arte experimental. Precisamente puede ser el arte experimental (o la música experimental), el arte que más se acerca a la definición de creación contemporánea; un arte que al presentarse/exhibirse todavía no ha sido censurado por los códigos y/o estructuras creativas -al menos no tan drásticamente como otras creaciones musicales, el cual, pese a encontrarse limitado igualmente por los propios límites de los elementos técnicos que lo producen (de la misma manera que ocurre con la improvisación), mantiene una pátina de mayor sinceridad con la definición de contemporáneo que en este texto estoy desarrollando.

Suponiendo que asumimos estas afirmaciones como válidas, la siguiente cuestión que debemos afrontar es: ¿dónde queda el creador?; dado que si la obra -haciendo un ejercicio de reflexión utópica, para que sea verdaderamente contemporánea debe ser presentada en su estado primigenio (germen), la figura del creador -y por tanto todas las connotaciones adheridas al mismo, se desvanece, quedando en un limbo incierto.

 

3

Me gustaría hacer hincapié en esa última frase de Boris Groys, donde explica que el arte es verdaderamente auténtico cuando es capaz de expresar el presente de tal manera que es “radicalmente incorrupto por tradiciones pasadas o estrategias que esperan ganar éxito en el futuro”. Dicha afirmación me hace recordar la opinión del filósofo francés Alain Brossat, quien defiende que el arte contemporáneo actual se encuentra sumido en lo que denomina como el “gesto prostitucional”: “uno tiene que exponerse para ser visto, ser visto para ser reconocido, y ser reconocido para poder venderse”, explica Brossat[v].

Gran parte de los ensembles de música contemporánea, al menos en España, han asumido las mismas estructuras y dinámicas que las agrupaciones instrumentales clásicas, es decir, centrarse en un trabajo puramente reproductivo, ser mero ejecutante de las piezas compuestas. Por ello, desde los ensembles de música contemporánea, quizás sería razonable redifinir nuestra actividad y denominarnos -en un ejercicio de honestidad semántica, como ensembles de música postcontemporánea.

Cada vez tengo más claro que las agrupaciones centradas en el arte musical actual, deben tener un papel más activo en el proceso creativo contemporáneo. No sólo debemos dejar que los compositores nos provoquen y guíen con sus creaciones, desde los ensembles se les debe provocar y guiar (sí) a ellos también.

Hay que interrogarse. En el ámbito de la creación contemporánea (producción –reproducción-escucha), en su sentido más radical, no puede existir la cooperación, sino la confrontación. Es necesario cambiar las reglas de la conversación y enfrentar nuestro ámbito de acción contemporáneo, no con el sistema musical en sí mismo, sino con su realidad esencial; que no es otra que la creativa (germen), la cual no puede gestarse y estructurarse bajo los mismos parámetros en los que se desarrolla y rige el resto de la música clásica, dado que por los códigos sobre los que sustenta y organiza su creación, pertenece al pasado.

Aun así, con esta afirmación no quiero decir que una agrupación centrada en la creación contemporánea no deba interpretar música ya compuesta, por supuesto que sí (ecosistema cultural), pero deberá hacerlo desde la conciencia de que la realidad creativa contemporánea, demanda un cambio radical en su génesis.

Una agrupación de música contemporánea debe estar viva –en un sueño utópico por imitar la naturaleza del arte que interpreta, y para ello necesita convertirse en una agrupación transversal, en constante cruce con otras disciplinas (con especial atención al ámbito científico).

En varias ocasiones he leído y escuchado entrevistas, donde los protagonistas de las mismas aseguraban no tener miedo a seguir en las “barricadas”, en la “lucha”… por defender la música contemporánea. Me asombra ver cómo los intérpretes, que se definen como defensores de la creación contemporánea, reducen cómodamente su defensa a la actuación más básica: la reproducción de música compuesta por creadores actuales, quedando su compromiso reducido a las limitaciones del instrumento que interpretan. 

Los compositores, y por tanto la creación contemporánea, no necesitan (únicamente) de intérpretes; necesitan de impulsos, de confrontación y transgresión; de colectivos heterogéneos formados por intérpretes, científicos, filósofos, etc., que aspiren a subvertir su presente, para crear uno nuevo que poder alterar nuevamente.

Se acabó el momento de ennoblecer nuestras acciones bajo una terminología (vagamente) bélica. La revolución se perdió cuando nos convencimos de que interpretar obras de hace 10 ó 15 años, frente a un público minoritario, era revolucionario; mientas soportamos un sistema tradicional donde encajar creaciones que aspiran a ser contemporáneas.

Vivimos en el augurio del devenir. En el futuro perdido, traicionado.
Somos.
Fuimos. Irremediablemente: pasado.

 

  • [i] Weber, William. The Great Transformation of Musical Taste: Concert Programming fro Haydn to Brahms. Cambridge, London (2009).
  • [ii] Groys, Boris. “e-flux”. Nueva York, número 11, diciembre 2009.
  • [iii] Derrida, Jacques. Márgenes de la filosofía. Madrid (2006).
  • [iv] Safaa Fathy (directora). (1999). D’ailleurs, Derrida. Francia: ARTE / Gloria Film Productions.
  • [v] Brossat, Alain. El gran hartazgo cultural. Madrid (2016).

 

Source: http://sonograma.org/2018/01/y-si-la-revol...

En torno a las pasiones

Texto de presentación de la Temporada 2017-18 "Pasiones", de la Asociación "Scherzi Musicali"

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El 15 de abril de 1980, el gran filósofo, escritor y dramaturgo francés Jean Paul Sartre fallecía en París. Cuatro días más tarde, el 19 de abril, más de 50.000 personas acompañaron el coche fúnebre por las calles parisinas hasta el cementerio de Montparnasse.


Cada vez que veo las imágenes de aquel multitudinario acto, los sentimientos son siempre los mismos: impresión y emoción a partes iguales. 50.000 personas se habían visto en la obligación moral y sentimental, de dar su último adiós a uno de los grandes pensadores del siglo XX. Controvertido, polémico, rebelde; Una de esas pocas personas que llevó la pasión por sus ideales hasta el final de su vida. Sartre fue, y es, un ejemplo de la necesidad de la pasión en la vida.


Hablar sobre la pasión, o las pasiones, es un tema esquivo, resbaladizo, e incluso en muchos casos, subjetivo -solo hay que ver la decena de acepciones que le otorga la RAE. Cuando me dispuse a diseñar la programación de esta primera temporada 2017- 18, pensé en cuál debía ser la función de un conjunto musical –y cultural, en la actualidad, y en concreto, en una ciudad como Miranda de Ebro, con sus ventajas y carencias. Rápidamente llegué a la conclusión de hacer una temporada que pusiera sobre la mesa la importancia de la pasión en la vida, algo que la sociedad mirandesa y contemporánea en general, ha relegado al olvido.


En esta primera temporada de nuestra asociación, hemos elegido autores y obras por su relación con las pasiones amorosas, las pasiones de juventud -a las que Rimbaud puso rostro e incluso reclamaba: “que venga el tiempo en el que se apasionan los corazones”. Nos centraremos igualmente en la pasión creadora, la pasión religiosa, y culminaremos la temporada con un gran concierto centrado en el París de fin de siglo, uno de los momentos históricos donde se concentraron un número sin igual de artistas y creadores, la mayoría “muy pobres, pero muy felices”, como explicó Hemingway en su célebre novela: París era una Fiesta.


Esta temporada no solo quiere reivindicar la necesidad de la pasión en la vida, sino también la importancia de soñar, de seguir tus sueños, y para mí no hay mejor ejemplo para ambos sentimientos que la Asociación “Scherzi Musicali”, una asociación que nació, como ha explicado Teresa, de un sueño, de un anhelo que existía en muchos de nosotros. Un sueño que gracias a la pasión de todos sus integrantes durante estos casi 8 años de trayectoria, ha hecho posible la interpretación de casi una centena de compositores durante incontables ensayos y conciertos. Por nuestros atriles han pasado decenas de jóvenes músicos mirandéses, y desde hace unos meses, también profesores de los alrededores de nuestra ciudad. Entre todas y todos hemos aprendido, nos hemos emocionado, y hemos encontrado en esta pequeña ciudad, un lugar en el que nuestras pasiones por la música y el arte, se han solidificado en esta primera temporada llena de música, cultura, rebeldía y, sobre todo, pasión. 10 meses intensos de actividades que esperamos compartir con todas vosotras y vosotros.


Bienvenidos, a esta temporada de pasiones y sueños.

Asier Puga
(Director Artístico)

En el siguiente link puedes conocer el toda la programación de la Temporada 2017-18: https://www.yumpu.com/es/document/view/59426845/temporada-2017-2018-de-asociacion-scherzi-musicali

Suponiendo que la programación musical sea un arte

Artículo publicado originalmente en la serie Diálogos de Ciklus Ensemble. 

Reflexiones desde la España dañada

“¿He venido a instruirme, a buscar mi encantamiento, o bien a cumplir un deber y satisfacer las conveniencias?”, se preguntaba
Paul Valéry, en su breve pero intenso ensayo El Problema de los Museos[1], sobre la función del espectador. Valéry reflexionaba sobre una de las cuestiones que seguramente todo gestor cultural se ha visto obligado a responder, y que no es otra
que intentar dar respuesta a la función que debe cumplir un programador musical o cultural y su programación.

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Siempre ha sido difícil diseñar una programación audaz, cercana a los movimientos artísticos y sus novedades, y que a su vez responda al interés del público, solo hay que leer las reflexiones al respecto de Paul Sacher, William Glock, Pierre Boulez, James Levine, Gerard Mortier... Pero creo que actualmente lo es todavía más, dado que gracias a internet tenemos acceso a una ingente cantidad de información sobre repertorio, así como la posibilidad de conocer las nuevas creaciones de compositores/as de todo el mundo casi en el momento en el que colocan la barra de compás final. Obviamente esto es algo enormemente positivo, pero no es menos cierto que supone el grandísimo reto de saber gestionar bien toda esa información para crear una programación actual, viva, que sea susceptible de seguir interpelándonos.


Cómo y a quién programar es a día de hoy uno de los retos más grandes que tenemos los programadores o directores artísticos, y especialmente en la música clásica contemporánea en nuestro país. España arrastra muchos años de aislamiento cultural, y eso se hace patente no solo en las preferencias del público, sino también, y especialmente, en la reticencia de muchos programadores de festivales e instituciones musicales en normalizar la inclusión de repertorio contemporáneo en los conciertos.


Si analizamos brevemente cuándo tuvo lugar el estreno de ciertas obras de gran relevancia a partir de la segunda mitad del siglo XX en España, podremos darnos cuenta del retraso con el que han llegado a nuestro país grandes creaciones, movimientos artísticos, y por tanto, las consecuencias que dichas novedades conllevan. Por ejemplo, Gruppen (1958) de Stockhausen tardó 40 años en estrenarse en España, Metastaseis (1955) de Xenakis se estrenó en nuestro país 60 años después de su estreno mundial, 53 años han tenido que pasar para poder escuchar y ver la versión escénica de Die Soldaten (1965) de Zimmermann, o Neither (1977) de Feldman con libreto de Beckett, tardó 31 años en escucharse en España. Si analizamos obras de menor envergadura instrumental o escénica, y ya más alejadas temporalmente de los coletazos de la Guerra Civil y de la dictadura, comprobaremos que las distancias entre su estreno mundial y el estreno en España no son tan grandes, pero aun así sigue habiendo una gran distancia temporal, como es el caso de Professor bad trip. Lessons 1, 2 and 3 (1998-2000) de Romitelli, estrenada en España 10 años después de su estreno, o in van (2000) de Georg F. Haas 16 años después de su estreno en Colonia.


Y no olvidemos obras que todavía ni se han estrenado en España, como por ejemplo la versión completa de The Cave (1993), la obra multimedia de Steve Reich y la videoartista Beryl Korot, o L’Amour de Loin (2000) de Kaija Saariaho, por citar algunas obras.


No solo ha ocurrido en la música, también en la literatura o en el teatro. Por ejemplo, Ulises (1922) de James Joyce no fue publicada en España hasta 1976 por la editorial Lumen (Barcelona), es decir, 54 años después de su primera publicación en Francia. Esperando a Godot (1948) de Samuel Beckett, se representó en España pasados 25 años de su estreno en París en 1953. O la obra del poeta, novelista y dramaturgo noruego Jon Fosse (1959), uno de los grandes escritores contemporáneos, no solo no se representa en España, sino que la presencia de su obra traducida es casi inexistente.


Estos datos nos deben hacer reflexionar sobre el reto que supone la programación musical –y cultural en España, pero seamos sinceros, reducir el problema a un juego de números y fechas sería eludir la verdadera cuestión. Lo verdaderamente problemático no es únicamente que una obra haya tardado 50 años en estrenarse en nuestro país, la esencia de la cuestión reside en que al pasar tanto tiempo desde la creación hasta el estreno en España, la obra queda descontextualizada para el oyente que la escucha 50 o 60 años después. Se diluye la intensidad del impulso que tienen las grandes obras de arte interpelando, consciente o inconscientemente por su autor/a, al momento histórico en el que son creadas y, como consecuencia directa, el lector, oyente o espectador que consume esa obra 50 años más tarde, queda privado de ser partícipe de esa relación de tensiones que las grandes obras de arte mantienen con el contexto social, político y cultural en que son creadas. En su célebre ensayo Tradition and the Individual Talent (1919), T.S. Eliot analizó brillantemente esta cuestión:

 

Ningún poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede valorar por sí solo; se le debe ubicar, con fines de contraste y comparación, entre los muertos. Es decir, es éste un principio de crítica no meramente histórico, sino estético. [...] Lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte, les ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes conforman un orden ideal entre sí, que se modifica por la introducción de la nueva obra de arte (verdaderamente nueva) entre ellos. [...] De esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo.[2]

 

Pese a ello, quizás es más dramático observar cómo esas obras se han representado una vez, y no se han vuelto a tocar nunca más, es decir, no se han introducido de manera natural en el repertorio y por tanto, no se ha creado una relación sólida entre el público y la música contemporánea (o moderna), relación que se debe afrontar por dos ejes: desde el conocimiento y desde la costumbre de su escucha. Esas obras y ese juego de tensiones al que antes me refería son las herramientas que definen una cultura. Es el arte, junto con la ciencia, el que va erosionando poco a poco nuestra cultura, bien desde el acuerdo o desde la incomprensión, ya que como apuntaba Boulez, en una de las pocas conversaciones que se han publicado entre Foucault y él[3]:

 

Una cultura se forja, se continúa y se transmite en una aventura de doble rostro: a veces la brutalidad, el rechazo, el tumulto; otras veces la meditación, la no violencia, el silencio.

 

Existe claramente una reticencia y en algunos casos, hasta me atrevería a decir, una hostilidad manifiesta ante el hecho de que en determinados ciclos, o temporadas sinfónicas o de cámara, la música contemporánea tenga la importancia y el peso que debe.


La creación contemporánea orquestal en España está supeditada al subvencionalismo y a la relación regional entre el creador y la institución orquestal de su zona geográfica. Durante estos últimos años no se ha desarrollado una relación más intensa y libre entre los y las creadoras actuales (de España o del extranjero), y los conjuntos sinfónicos de nuestro país. Una relación en donde las necesidades artísticas y programáticas de la orquesta y los intereses del creador, se conjuguen en la creación conjunta de repertorio sinfónico contemporáneo. Un ejemplo muy evidente de esta falta de relación se observa en que de las 27 orquestas sinfónicas profesionales españolas, muy pocas de ellas tienen un puesto de compositor/a residente o similar, como por otro lado, un número ínfimo cuenta con una plaza de director/a asistente.


Dicho esto, no sería justo pasar por alto ciertos aspectos clave de la aparición de las orquestas en nuestro país. En España no tenemos una gran tradición de conjuntos orquestales: la primera orquesta en fundarse independientemente de un teatro de ópera -la orquesta del Gran Teatro del Liceo de Barcelona fue fundada en 1847, fue la Sociedad de Conciertos de Madrid en 1866, seguida de la Orquesta Sinfónica de Navarra fundada en 1879 por Pablo Sarasate, Orquesta Sinfónica de Madrid (1903), formada por músicos provenientes de la disuelta Sociedad de Conciertos de Madrid. Durante el resto del siglo XX se fueron fundando esporádicamente diversas orquestas, como la Orquesta Sinfónica de Bilbao (1922), Orquesta Bética (1924), Orquesta de Cámara de Canarias (1935), Orquesta Nacional de España (1937), Orquesta Sinfónica Provincial de Asturias (1939), Orquesta Municipal de Barcelona (1944) -a partir de 1994 pasa a denominarse Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Es a partir de los años 80 cuando en España se empiezan a crear, por iniciativa de ayuntamientos y diputaciones, un gran número de orquestas profesionales: Orquesta Sinfónica de Euskadi (1982), Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (1984 el coro, 1987 la orquesta), Orquestra Simfònica Illes Balears (1988), Orquesta Ciudad de Granada (1990), Orquesta Filarmónica de Málaga (1991), Orquesta Sinfónica de Castilla y León (1991), Orquesta de Córdoba (1992), Orquesta Sinfónica de Galicia (1992) y Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia (1996), por citar algunas.


En los últimos años, a la juventud de algunas agrupaciones se les ha sumado a muchas de ellas las dificultades económicas, viéndose forzadas a desarrollar una programación sinfónica anual con unos medios muy limitados en algunos casos. Pese a ello, es verdad que si existe una voluntad clara y firme con respecto a la normalización de la música contemporánea en la programación de repertorio sinfónico español, se pueden encontrar muchas soluciones.


Al intentar resolver esta ecuación seguramente nos encontraremos con la influencia que ejercen las grandes agencias de artistas (en nuestro país y en el extranjero) y su capacidad para alinearse con las preferencias y tendencias estéticas del público, imponiendo ciertos repertorios que aseguren el éxito “social” (que no artístico) de sus representados, y ello junto a las abusivas sumas que cuesta alquilar cierto repertorio con derechos de autor en nuestro país, hace que la normalización de la música contemporánea en el repertorio sinfónico resulte más difícil. Por tanto, no es un problema que se resuelva únicamente desde las instituciones culturales y orquestales, aunque no es menos cierto que dichas instituciones son uno de los elementos principales para cambiar esta dinámica corrosiva.

En España tenemos que reconstruir ese abismo temporal que, debido a la Guerra Civil y a la dictadura, privó al país de la posibilidad de vivir y ser participe de los desarrollos artísticos, fructíferos y fallidos, que se desarrollaron durante el siglo XX. Todavía recuerdo como en 2013 un programador de una institución cultural española me dijo que no podía programar Pierrot Lunaire (1913) de Schoenberg, porque era demasiado moderna para su ciudad. En otras palabras, una pieza compuesta hace 100 años creaba todavía una suerte de alergias que había que procurar alejar del público. Este tipo de gestos, disfrazados de un proteccionismo barato para con el público, no deja de ser una práctica muy común en España, una justificación al fin y al cabo para esconder las inercias reaccionarias de muchos programadores que sirven como perfecto ejemplo de lo que Adorno definió muy acertadamente como la pseudocultura socializada:


[la pseudocultura socializada] se opone de antemano a la comprensión de un arte que no quiere plegarse a aquellos mecanismos y que incluso se enfrenta a ellos[4].


Todos los agentes involucrados en el diseño, la interpretación y/o la gestión de conciertos deben ser conscientes de la necesidad imperiosa de desarrollar una programación que sirva para poder crear una sociedad activa, crítica, de oídos reflexivos. Durante toda la historia de la música, pero especialmente a lo largo del siglo XX, los compositores nos han obligado con sus obras a repensar la escucha. ¿O no ocurrió lo mismo en las artes plásticas con el cubismo, el futurismo, y más tarde con los suprematistas rusos con Malévich al frente? O cuando la arquitectura se tornó más racional y funcional con la Bauhaus siguiendo su principio de “la forma sigue a la función”, y que no era otra cosa que “la gran lucha por una nueva forma de vida” como Mies van der Rohe lo definió. O cuando Marcel Duchamp y el readymade, con Fountain (1917) como uno de las piezas icónicas, agrietaron la ya frágil definición de lo que era o no era arte. “La historia del arte, como se muestra en los museos europeos, es precisamente la historia de la ruptura con el pasado”, explica el filósofo y teórico Boris Groys[5].


¿No es el arte, como decía Francis Bacon, “una cuestión de ir demasiado lejos”?[6] Las grandes obras de arte, en mayor o menor medida, suponen un reto de compresión. En muchos momentos de la historia del arte, como por ejemplo el arte de vanguardia durante la primera mitad del siglo XX, los artistas no querían “agradar, querían transformar” al público. Por todo ello, el deber del programador, tal y como yo lo entiendo, reside en conectar al creador y al receptor (el oyente en nuestro caso), presentando el trabajo del primero de tal manera que suavice las fricciones y recelos que surgen al unir ambos elementos, pero sin corromper las cualidades y características del trabajo del creador, ni sobreproteger al oyente. Por ello, siempre se suscitan las mismas cuestiones: ¿Se debe programar igual en diferentes ciudades? ¿No deberíamos analizar las cualidades y necesidades sociales y culturales de cada lugar y programar atendiendo a éstas? Todo ello partiendo de la base de que nuestra finalidad con cada propuesta de concierto, ciclo o temporada, sea hacer reflexionar al público sobre un tema o cuestión concreta, siguiendo en cierta medida la filosofía de Eugenio Trías, y entender y utilizar la música como una forma de conocimiento[7].


No debemos pasar por alto que la programación no cumple una función meramente artística o estética, sino también social. Con cada programación se interpela a un tipo de público con unas características sociales y culturales muy concretas. En todos los auditorios, museos o teatros, existe un público activo –con una educación cultural importante, y otro público pasivo. En muchas salas de conciertos de España se ha creado o se ha dejado proliferar, un público pasivo, una audiencia que prefiere reconocer en cada concierto sus gustos a descubrir cosas nuevas, o como explicó el director de escena Christoph Marthaler con respecto al público de ópera: “lo que la gente quiere ver en escena son personajes dentro de una gruta, y no la gruta dentro de los personajes”[8].


El público en general espera reconocer en cada concierto lo que ya conoce, ya que por otro lado es muy difícil querer escuchar algo que no se conoce, y en esa dialéctica de contradicciones un gran número de programadores se han acomodado. Creo que es aquí donde los programas tienen que ayudar a cambiar la visión de lo que es o puede ser un concierto. Debemos desarrollar una curiosidad continua en el público; oyentes ávidos de retos sonoros, estéticos, o programáticos. Reclamar el goce que produce el asombro, el descubrimiento, e incluso disfrutar de ser escandalizados, ya que, como decía Pasolini, “escandalizar es un derecho; ser escandalizado un placer”[9].


Todos estos intentos han de estar dirigidos a crear una programación actual que responda a los retos y problemáticas actuales, lo cual no es potestad únicamente de la música contemporánea, sino también de toda la literatura musical, más concretamente, del diálogo y confrontación entre el presente/futuro y el pasado, o como explica Frances Morris, actual directora de la Tate Modern: “mirar al pasado a través de las lentes del presente”[10].


Cada país arrastra sus propios fantasmas, sus particulares deficiencias y retrasos. Programar es una tarea enormemente compleja, y más aún cuando se añaden adjetivos tan esquivos y aparentemente subjetivos como actual o viva. Diseñar una programación requiere que el programador posea unos grandísimos conocimientos del repertorio musical, así como un amplio conocimiento e interés del resto de disciplinas artísticas, y por supuesto, que esté conectado permanentemente con los y las creadoras actuales (musicales y de otras artes). Todo ello para poder arrojar luz sobre qué o cómo debe ser un concierto, o incluso sobre el papel de la música clásica en el siglo XXI.


Hay que considerar los conciertos, y por tanto nuestras programaciones (independientemente del período histórico del repertorio), no como un acto sobre el pasado, sino como un acto de y para el futuro. Obviamente, la mayor parte de las obras que se interpretan en un concierto están descontextualizadas del momento en el que fueron creadas. Creo que la labor del programador es intentar recontextualizar cada obra lo máximo posible, y eso no se basa en conformar un programa con autores de una misma época, o recrear las condiciones acústicas del estreno, sino en analizar el contexto y todas las fuentes posibles sobre la creación de cada obra y su compositor, para buscar relaciones entre autores de diferentes épocas, y crear un eje temático que articule y contextualice un programa que tenga como objetivo seguir interpelando al público del siglo XXI.


Los programas deben ser un ejemplo de la pluralidad de la historia de la música. Debemos normalizar que tras una obra del periodo clásico, por ejemplo, pueda haber una obra contemporánea, de la misma manera que ya ocurre entre autores de otros periodos (romántico, barroco, principios del siglo XX...). El impacto que causa una obra de Lachenmann después de escuchar una composición de Beethoven y viceversa, es mucho mayor que si escuchamos esas obras en programas en donde son acompañadas por composiciones de su época, ya que las cualidades estéticas y musicales de cada obra sobresalen y nos hacen ser conscientes, de una manera radical, de la evolución musical.


Tenemos que aspirar a redefinir la situación cultural en España. Un ejercicio quizás utópico, pero necesario. Existe un deseo en muchos de los jóvenes músicos que hemos tenido la suerte de poder formarnos en el extranjero, de encontrar en España ese lugar que debiera ser. Como jóvenes, debemos cambiar lo que hemos recibido. No vale simplemente con lamentarnos de la situación actual, debemos proponer y liderar las soluciones, y demostrar que, como dijo Boulez, no hay que moderar las sensibilidades, sino al contrario, excitarlas por lo nuevo, y lo nuevo radica en demostrar que se puede programar de otra manera, en romper las barreras entre el oyente y el intérprete, en introducir una variedad de formaciones y plantillas en
nuestros conciertos, en repensar la relación con otras artes, así como con el arte sonoro y la tecnología, o en alinearnos con la ciencia para repensar conjuntamente la escucha. Todo ello, en definitiva, para reivindicar el valor y la práctica de la curiosidad. Esa curiosidad que nos reconecte con la magia de lo inefable, con esa suerte de alquimia que es el arte. Para que nos conduzca finalmente, como diría Valéry, a buscar nuestro encantamiento.

 

[1] Publicado en Le Gaulois el 4 de abril de 1923.
[2] Publicado originalmente en The Egoist en 1919, y posteriormente recogido en su selección de ensayos The Sacred
Wood (1921).
[3] Conversación publicada por la revista CNAC Magazine en 1983.
[4] Adorno, Theodor W. Impromptus. Ediciones Akal, pág. 133
[5] Conversación con Arseny Zhilyaev en “conversations.e-flux.com”.
[6] “Solo yendo demasiado lejos puedes aspirar a romper el molde y crear algo nuevo. El arte es cuestión de ir
demasiado lejos” (Michael Peppiatt. Anatomía de una enigma. Gedisa (Barcelona), p. 267).
[7] Conferencia realizada por Eugenio Trías con motivo de la presentación de su libro “El canto de las sirenas”, el 7 de
marzo de 2008 dentro de la Cátedra Alfonso Reyes de Monterrey (México).
[8] Mortier, Gerard. Dramaturgia de una pasión. Ediciones Akal. Pág. 55.
[9] Última entrevista a Pasolini, realizada el 31 de octubre de 1975 por la televisión francesa. Pasolini fue asesinado 2
días más tarde.
[10] “Looking at the Past Through the Lens of the Present”, título de la conferencia que Frances Morris impartió en el Courtauld Institute of Art.

Source: http://ciklusensemble.com/Suponiendo_que.h...

Diálogos y búsquedas

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Artículo publicado originalmente en Sonograma Magazine. 

 

Disponerse a hablar del trabajo propio es siempre un ejercicio esquivo. Destilar los recuerdos, y someterlos a la perspectiva única que otorga la distancia, conlleva enfrentarse a realidades, a asumir los errores y los aciertos como elementos constructivos necesarios para justificar y comprender lo que somos. Este texto no pretende ser una biografía o una narración edulcorada de un proyecto, estas líneas quieren ser las reflexiones al margen de una búsqueda.  

A finales de 2010, un grupo de amigos y alumnos del Centro Superior de Música del País Vasco (Musikene), confluimos en la idea de crear una agrupación que diese salida a nuestras inquietudes por la música contemporánea. Nos organizamos, diseñamos un proyecto, y el resultado fue Ciklus Ensemble.

Independientemente del factor emotivo que todo comienzo de un proyecto tiene, creo que es interesante remarcar, sobre todo por las inercias que se han ido consolidando con el paso de los años, que en aquel momento fuimos susceptibles a la idea de no seguir únicamente las estructuras que un centro de música nos ofrecía. Creíamos también (y seguimos creyendo, si cabe con más fuerza) que como jóvenes que nos dedicábamos al arte, debíamos (¡y debemos!) cambiar lo que nos es recibido y, por ello, pusimos todo nuestro empeño en el aspecto que creímos más primordial: la programación.

Notamos que entre los estudiantes de música no existía un interés en innovar en la programación, de buscar otros compositores, otras obras… De revelarse, en definitiva, contra el canon. Con este espíritu desde Ciklus empezamos a buscar obras y a desarrollar, inconscientemente, una narrativa subyacente, puramente reflexiva, en cada programa. La gente tenía (y tiene…) pánico a las palabras “moderno”, “contemporáneo”. El público asociaba estos términos a un gran número de prejuicios, de ideas preconcebidas, y precisamente por ello quisimos crear un programa que pusiera en cuestión todos esos convencionalismos e, incluso, los propios términos.

Con esta base creamos el programa Diálogo entre Épocas[i], en el que combinamos madrigales y canciones sacras de Carlo Gesualdo (1561-1613), con música de Salvatore Sciarrino (1947), Franco Donatoni (1927-2000) y Luciano Berio (1925-2003). La sonoridad cromática de la música de Gesualdo se fundía a la perfección con las obras de los compositores del siglo XX. Históricamente existía una distancia de casi 400 años, musicalmente, esa diferencia temporal se reducía enormemente, y esto desconcertaba a una gran parte del público.

Con otros proyectos hemos intentado, inspirados por una cita de Elias Canetti, mostrar las conexiones entre el arte y una cultura o entorno determinado. Este es el caso del programa Aztarnak…Huellas[ii]en el que el hilo conductor es la relación de los compositores/as vascos con su territorio y tradiciones. Encargamos piezas basadas en la tradición de los Zanpantzar, o inspiradas en el bosque de Oma (el bosque pintado por Agustín Ibarrola), para una vez más, crear un diálogo, invitar a una reflexión entre el pasado y el presente.

Las ideas las teníamos claras. Algunos de nosotros éramos lectores voraces de textos de Boulez, Nono, Adorno, Mortier, etc. Analizando esta etapa desde la distancia, creo que hubo un choque entre la altura o exigencia que nos imponían nuestras reflexiones, y la experiencia, muy escasa todavía, que teníamos como agrupación. Precisamente ha sido esa pasión que nos hizo tropezar muchas veces, la que ha hecho posible que hoy podamos estar escribiendo estas líneas, que en su momento no importasen las interminables horas de ensayos para tocar en una sala medio vacía (o vacía), ensayar en cocinas porque no hay más lugares, y otras muchas más historias y anécdotas que darían para otro artículo (quizás de ciencia ficción o de terror).

Si la creencia férrea en unos ideales (más o menos mitificados) ha sido uno de nuestros motores principales, no podemos hablar de los comienzos de Ciklus sin citar tres instituciones que han sido claves en nuestro desarrollo. La primera es Musikene y, principalmente nuestro profesor Karsten Dobers, que siempre nos dio la libertad de elegir la programación que quisiéramos. Y por otro lado, las asociaciones Musikagileak (Asociación de Compositores Vasco-Navarros) y Donostia Musika, con un especial agradecimiento a su presidente y ya un gran amigo, Carlos Benito.

Creo que este último párrafo explica una de las claves de por qué el proyecto y los ideales que fundaron Ciklus no han cambiado, sino que se han mejorado y ampliado. Y digo que es clave porque creo que esto no nos corresponde únicamente a nosotros, a los miembros del ensemble, sino que ha sido el propio entorno que hemos tenido el que nos ha fomentado y cuidado, confiando en nuestras ideas, enseñándonos la importancia de la libertad en el proceso creativo y, sobre todo, por qué no decirlo, entendiendo que los errores son parte del aprendizaje.

En España, hay muchos elementos que hacen que un proyecto como Ciklus (agrupación formada por jóvenes, con un repertorio muy poco programado, etc.) no llegue a tener mucho recorrido si no cuenta con algún apoyo, bien por la reticencia de muchos programadores a incluir en sus programaciones repertorio contemporáneo, por los altísimos costes que tiene tocar determinadas obras con derechos de autor, y porque en España, y aquí tienen mucha responsabilidad las instituciones culturales públicas, los jóvenes músicos han sido abandonados a su suerte.

 

La búsqueda como encuentro

Desde casi el comienzo entendimos que el contacto con los compositores/as actuales tenía que tener un peso muy importante en nuestro desarrollo. Bajo esta premisa, diseñamos un proyecto llamado Música en Construcción, en el que Ciklus se convertiría en una especie de laboratorio sonoro, en el cual asignábamos a un compositor/a un determinado número de instrumentistas para que trabajasen conjuntamente en una nueva obra.

Pusimos en práctica el proyecto, y los primeros intentos fueron fructíferos, pero el problema residía en buscar el equilibrio entre esa labor de apuesta por la nueva creación, y a la vez no dejar de lado las grandes obras del siglo XX. Este aspecto sigue siendo todavía un elemento en constante reflexión dentro de Ciklus. Cada vez que nos toca proponer o crear un nuevo programa, surge el debate de cómo se debe inclinar la balanza.

El diseño de Música en Construcción fue un paso importante dentro de la reflexión subyacente que ha existido desde el comienzo en Ciklus. Aunque este proyecto se centra en el simple encargo de obras con un gran componente colaborativo entre los instrumentistas y los compositores, para nosotros significo algo más, se transformó en un impulso hacia una mayor seguridad y confianza en nuestras propias ideas. Hasta ese momento estábamos muy influidos por lo que se hacía en otras agrupaciones, y este proyecto, que curiosamente no aportaba ninguna novedad, nos dio la seguridad para comenzar a poner sobre la mesa, de manera muy básica, nuestras propias ideas e intuiciones sobre cómo debía ser un ensemble, un concierto, etc. Teníamos la sensación de que con tocar no era suficiente, que debíamos implicarnos más en el proceso reflexivo, o, al menos, comenzar a cuestionar muchas de las formas de actuar que habíamos visto en otras agrupaciones, y que nosotros habíamos asumido como normales. La reflexión, por nuestra parte, debía ser mayor.

A medida que los conciertos se desarrollaban, notamos que Ciklus se iba consolidando como una agrupación que aspiraba a ir más allá del entorno de Musikene, por ello, decidimos crear nuestra página web. La creación de la web no solo fue un paso hacia nuestra emancipación como “agrupación estudiantil”, sino que nos dio la posibilidad de ampliar la reflexión de cómo debía ser Ciklus, al mundo digital. Durante el diseño de nuestra página web decidimos crear un apartado destinado a la reflexión, un espacio de encuentro entre los artistas y el público, y en el que todo el mundo pudiese entrar y encontrar artículos escritos por creadores en primera persona, y sin intermediarios. Textos reflexionando sobre su obra, sobre sus inquietudes, u otros elementos del trabajo artístico que quisieran desarrollar. En definitiva, queríamos crear un diálogo entre los creadores y los lectores, y de esa manera nació la serie Diálogos[iii].

En la actualidad, llevamos publicados casi una veintena de artículos. Textos escritos por compositoras/os, escultores, artistas plásticos, fotógrafos, poetas, historiadoras… De Alemania, Tailandia, España, Portugal, Australia o Francia. Lo interesante de este espacio para nosotros, es la mezcla de disciplinas, intereses y estéticas, el múltiple diálogo que se crea entre los diferentes artículos y el lector, consiguiendo elevar un grado esa propuesta de diálogo que siempre hemos intentado desarrollar con nuestros programas y el público.

 

Hacia nuevas geometrías

La experiencia de la serie Diálogos está siendo tan enriquecedora que nos ha hecho darnos cuenta de las enormes capacidades de difusión, comunicación, intercambio, y experimentación que tiene o puede tener internet. En este sentido, creemos que todavía los ensembles tenemos mucho por hacer en este campo. La comunicación o el intercambio de ideas y mensajes no puede restringirse únicamente a los conciertos, debemos ir más allá, y comenzar a diseñar entre todos el ensemble del siglo XXI.

Actualmente en Ciklus estamos inmersos en ese trabajo. La gran parte de los proyectos que estamos desarrollando en la actualidad se dirigen en la línea de convertir a Ciklus en lo que, bajo nuestro humilde punto de vista, debe ser un ensemble en el siglo XXI. En la actualidad, el diálogo entre artistas se desarrolla más que nunca a nivel global. Los avances tecnológicos y, principalmente internet, han hecho posible que puedas conocer el trabajo de artistas de otros países o continentes sin moverte de tu casa. Hoy en día, es muy normal encontrar creadores que se inspiran en elementos de otras culturas sin ni siquiera conocerlos físicamente. Para nosotros este es uno de los aspectos claves que una agrupación de música clásica contemporánea del siglo XXI debe reflejar.

Los ensembles europeos de finales del siglo XX, agrupaciones que han servido de modelo para muchos de nosotros, no tenían acceso a esta tecnología a la hora de diseñar sus programaciones (al menos no tan desarrollada). De igual manera, el diálogo entre artistas de diferentes culturas, aunque existente, se producía a una escala menor que ahora. Nuestra responsabilidad como agrupación del siglo XXI debe ser mostrar la realidad actual, es decir, ese diálogo existente a nivel global, pero también por refrescar continuamente la forma de concebir un concierto, de plantearnos si todas las obras de un programa deben estar compuestas por compositores/as, de crear un diálogo más natural con otras artes, etc.

Debemos salir del canon y adentrarnos en nuevos territorios. Y esto no se consigue únicamente mirando hacia el futuro, sino teniendo una reflexión, un diálogo constante con el pasado. En definitiva, crear nuevas geometrías que reflejen la complejidad y diversidad de la creación actual.

Este es el trabajo que estamos realizando actualmente en Ciklus, que no es otro que el que siempre hemos estado haciendo: reflexionar sobre qué somos, y qué debemos/queremos ser, aspirando a convertirnos en una agrupación que sirva de elemento reflectante y combativo de la sociedad contemporánea. Ahora toca esperar y ver a qué nuevos entornos y desafíos nos llevan nuestras búsquedas, pero teniendo siempre clara una máxima: el arte evoluciona. Nosotros evolucionamos.

 

 *  *  *

[i] Más información en: http://ciklusensemble.com/proyectos%20copia.html
[ii] Más información en: http://ciklusensemble.com/proyectos%20copia.html
[iii] Serie Diálogos: http://ciklusensemble.com/dialogos.html

Source: http://sonograma.org/2017/04/dialogos-y-bu...